sábado, 25 de mayo de 2013

Deporte... y casi muerte en Venecia.

           No sé por qué, estando con Anabel en Venecia, se me ocurrió entrar en unos grandes almacenes tipo C&A y comprarme unas zapatillas de deporte para hace un poco de ejercicio. ¡Menuda tontada!, pensé para mí. ¡Con la de cosas que hay que hacer y que ver aquí y a mí, que hace años que no corro, se me ocurre justo hoy!
... También pensé en mi madre diciéndome "No ties idea buena…" Pero aun así, lo hice (uno tiene estas cosas).
         Era este nuestro primer viaje juntos, corría el mes de agosto de 2003, durante la ola de calor (¡claro! ¡Ahora me acuerdo de por qué se me ocurrió aquello!). Entramos a comprar camisetas porque hacía tanto calor y tanta humedad que necesitaba dos camisetas diarias y, de paso, se me ocurrió lo de las zapatillas y lo de hacer deporte.
         Así que, después de desayunar me dispuse a correr un poco y, aunque el terreno no era el más apropiado, pues como todo el mundo sabe Venecia está llena de canales, puentes, escaleras y calles estrechas, localicé un lugar de unos cien metros, a lo largo de un canal, para echar unas carreras. Comencé a correr con entusiasmo y a los diez minutos estaba baldado... ¡Qué horror! Y así, medio asfixiado, salí de allí y me senté a recuperar el aliento en un puentecito formado por unas escaleras que subían y bajaban. Puse la cabeza entre las manos, cerré los ojos y noté algo húmedo y cálido en la frente. Era un bóxer francés que me olisqueaba y me lamía la cara y las manos. Casi me da un soponcio del susto, pero luego, al ver la cara de preocupación del pobre animal, me eché a reír y a acariciarle las orejas. Entonces vi a una señora mayor que se acercaba diciendo algo así como "Filiiipe non preocupaaare no está mooorto il bambino... no esta mooortooo!" Me eché a reír. Jodo, vaya aspecto de moribundo debía de tener. La señora me explicó muy amable, y todo ello en italiano, pero con mucha intención de que yo le entendiera, que Filipe era muy cariñoso y que se preocupaba mucho por las personas, sobre todo cuando las veía en grandes apuros, y que me había lamido la cara para reanimarme. Yo no podía contenerme de la risa y de la felicidad.
         Luego, cuando llegué al hotel se lo conté a Anabel, que también se rió mucho y me di cuenta de que la idea no había sido tan descabellada y que aquella compra y aquellas carreras, desde luego, habían merecido la pena.
         Por cierto... No sé por qué, pero algo me dice que entre estos bóxer franceses y yo hay una conexión especial.





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