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domingo, 9 de junio de 2013

La Fiesta

Me hice cargo de la barra del bar de Casa Lac y lo primero, cuando llegaron las fiestas del Pilar, fue ampliar el horario y cambiar el ambiente por la noche para poder tomarnos unas copas con los amiguetes que quisieran venir. El primer año con mi gran amigo Diego H. estuvimos varias semanas grabando unas cintas de casete de 90 y de 120 para la ocasión.
         Por el día mi madre nos obligaba a poner unas cintas terroríficas de salsa que también nos había obligado a grabar (nunca entendimos qué tendría que ver la salsa con las fiestas del Pilar) a las que sobrevivimos no sé muy bien cómo.
         Seguramente aguantamos las diez o doce horas de inmersión caribeña porque luego, a las doce de la noche, retirábamos las banderillas de vinagre, los tacos picantes y los pinchos de tortilla, bajábamos la luz, nos maqueábamos lo que podíamos y nos tirábamos hasta las tantas dándole a las copas todo lo que podíamos.
         La primera vez que montamos aquello a los otros habitantes del edificio no les debió de sentar muy bien, porque empezaron a pasar cosas extrañas en cuanto empezó la fiesta, que fue tremenda.
         Habíamos hecho una olla gigante de sangría para invitar a los amigos y ellos no habían podido resistirse a la llamada de la selva, así que el bar estaba a tope de gente. Nosotros subíamos la música y servíamos sangría. Todo iba sobre ruedas.
         Detrás de la barra había un pasillo que daba a la cocina y mi madre y otras cocineras estaban sentadas en un extremo de este pasillo, recuperándose del día de trabajo, tomando algo fresco o cenando. Las luces del pasillo, las del despacho  y las del almacén comenzaron a encenderse y a apagarse solas. Desde sus sillas y banquetas las cocineras miraban asombradas hacia los interruptores que estaban al final del pasillo. Las puertas estaban abiertas y todas veían con claridad que no había nadie allí. Nos llamaron para que lo viéramos. Yo mismo me acerqué para comprobar que no había nadie que de alguna forma estuviera haciendo la gracia. Allí no había nadie.
         Habíamos dejado la barra sola, así que aunque estábamos alucinados tuvimos que volver a escanciar sangría. Entonces, una balda de cristal donde estaban algunas de las botellas estalló y las botellas cayeron al suelo. Aquellas eran unas baldas de cristal gordas como un dedo y en todos los años que llevábamos allí nunca se había roto ninguna. Fui a recoger los cristales y, para mi sorpresa, noté que estaban calientes. No había ninguna vela ni ninguna fuente de calor cerca. También se apagaron algunas pequeñas lámparas de la barra que, por miedo, no volvimos a encender. Mientras tanto la sangría corría como las aguas del Ganges.        Explotó una segunda balda de cristal y de nuevo al recogerla los trozos estaban calientes. No sabíamos cómo parar aquello, así que se me ocurrió bajar un poco la música y la cosa se calmó en seco.
         Los demás días de las fiestas anduvimos con más cuidado con el volumen. Mi padre, como siempre, compró unas flores que pusimos en un gran jarrón en la barra y a partir de allí nuestra relación con los demás habitantes fue poco a poco a mejor.