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martes, 23 de noviembre de 2021

Una de psiquiatras

 La primera vez que Q vio a su primer psiquiatra le pareció que este era demasiado joven para ser tan, tan viejo. A su delgadez extrema, a su escasa barba blanca, a su calva central con sus cuatro pelos largos y alborotados en la nuca, a su bata arrebatada de bolsillos llenos de bolígrafos de colores y de chapas con manidas frases de autoayuda, que chirriaban con cada uno de sus nerviosos movimientos, le acompañaba, intuyó Q, una ignorancia labrada durante tres o cuatro décadas. Tampoco los mostosos y desvaídos posters de los años sesenta, con lemas de años los sesenta, que decoraban su despacho, ayudaban mejorar su peculiar imagen. El psiquiatra, en definitiva, le pareció a Q, uno de esos taxistas que tienen a gala llevar cuarenta años conduciendo de puta pena.

No tuvo Q siquiera tiempo de concederle el beneficio de la duda, pues su primer coctel de fármacos, sin duda demasiado fuerte para casi cualquier ser humano vivo, lo dejó postrado en cama tres días con sus noches. Al parecer el galeno, en sus buenos tiempos, había sido especialista en adicciones, y se notaba.

No hubiera sido del todo mala esta primera sobredosis de antidepresivos, de ansiolíticos, y de otros compuestos de nombres impronunciables, cuya finalidad Q desconocía, si hubiera sido la única, a la que quizás hubiera sido posible acostumbrarse con el tiempo, pero nuestro genio de la química le cambiaba por completo todos los medicamentos cada quince días, lo que era incomprensible, porque en quince días, muchos de estos compuestos psiquiátricos no logran atravesar la barrera hematoencefálica y no llegan a hacer efecto, y este efecto al no existir no puede ser valorado, así que cambiando las pastillas cada dos semanas, se impedía que estas le hicieran ningún bien al pobre Q, que se quedaba sin armas para enfrentarse a su depresión mayor y a su ansiedad, y sin embargo le proporcionaban además, al ser retiradas de golpe y porrazo, un síndrome de abstinencia digno de la antigua especialidad del facultativo.

Después de dos meses y medio de cambios Q entró en razón, y comprendió que sin lugar a dudas su propio psiquiatra, que quizás estuviera intentando suicidarse por sujeto interpuesto, necesitaba más ayuda que él mismo, y pergeño un plan. Fue a ver al médico y le pidió que le redactase un informe bajo el pretexto de tener que entregarlo a la mutua que gestionaba su baja laboral.

A los tres días nuestro héroe volvió a la consulta a recoger su encargo. Tal como Q esperaba, el informe, que leyó ante su autor, era demoledor, en él, después de fabular una serie de incongruencias que nadie podría sostener, se recomendaba a Q, que por entonces tenía la tierna edad de cuarenta años, iniciar los trámites para solicitar una incapacidad, puesto que su caso era "Muy difícil, por no decir imposible".  Después de este primer susto, Q, que estaba deshecho por el diagnóstico, decidió observar el escrito con atención, y descubrió, lo que le produjo un ataque de risa floja, que aquél documento decía mucho más de aquel que lo había redactado, que de él mismo. Para empezar el médico ni siquiera se había molestado en pasar sus grotescas conclusiones al ordenador, y su letra infantil se despeñaba de un lado a otro del papel, zigzagueando al llegar al final de cada línea, adaptándose a los diferentes recuadros que conformaban el impreso de informe oficial preceptivo; estaba claro que aquél hombrecillo ya no estaba en sus cabales.

Mientras reía y miraba al doctor, que con los ojos muy abiertos pensaba que era Q el que había entrado en alguna fase maniaca, Q acertó a decir:

-Estimado doctor, si su diagnóstico es este no le importará que cambie de psiquiatra, no puedo conformarme sin pedir una segunda opinión, a lo que él contestó, saltando de la silla desairado, y cerrando la historia clínica de Q con un sonoro manotazo:

- Por supuesto, vaya usted donde considere oportuno, faltaría más,

- Entonces, dijo Q, le doy el alta a usted, señor mío, y tras propinarle un buen apretón de manos, salió de allí sin dar tiempo a que su asombrado interlocutor pudiera reaccionar.

Poco después Q encontró a un gran psiquiatra que le tranquilizó, que le explicó que su caso era de manual y que en pocos meses mejoraría sin duda alguna. Los vaticinios de este buen hombre se cumplieron, y gracias a sus sabios cuidados Q se recuperó de aquella enfermedad.

Hoy día Q todavía recuerda la alegría con la que entraba y salía de aquella nueva consulta, y se sonríe pensando en lo acertado que estuvo, incluso atiborrado de estupefacientes, en dar el alta a su primer psiquiatra,