Me hice cargo de la barra del bar de Casa Lac y lo primero,
cuando llegaron las fiestas del Pilar, fue ampliar el horario y cambiar el
ambiente por la noche para poder tomarnos unas copas con los amiguetes que
quisieran venir. El primer año con mi gran amigo Diego H. estuvimos varias
semanas grabando unas cintas de casete de 90 y de 120 para la ocasión.
Por el día mi
madre nos obligaba a poner unas cintas terroríficas de salsa que también nos
había obligado a grabar (nunca entendimos qué tendría que ver la salsa con las
fiestas del Pilar) a las que sobrevivimos no sé muy bien cómo.
Seguramente
aguantamos las diez o doce horas de inmersión caribeña porque luego, a las doce
de la noche, retirábamos las banderillas de vinagre, los tacos picantes y los
pinchos de tortilla, bajábamos la luz, nos maqueábamos lo que podíamos y nos
tirábamos hasta las tantas dándole a las copas todo lo que podíamos.
La primera vez
que montamos aquello a los otros habitantes del edificio no les debió de sentar
muy bien, porque empezaron a pasar cosas extrañas en cuanto empezó la fiesta,
que fue tremenda.
Habíamos hecho
una olla gigante de sangría para invitar a los amigos y ellos no habían podido
resistirse a la llamada de la selva, así que el bar estaba a tope de gente. Nosotros
subíamos la música y servíamos sangría. Todo iba sobre ruedas.
Detrás de la
barra había un pasillo que daba a la cocina y mi madre y otras cocineras
estaban sentadas en un extremo de este pasillo, recuperándose del día de
trabajo, tomando algo fresco o cenando. Las luces del pasillo, las del
despacho y las del almacén comenzaron a
encenderse y a apagarse solas. Desde sus sillas y banquetas las cocineras
miraban asombradas hacia los interruptores que estaban al final del pasillo.
Las puertas estaban abiertas y todas veían con claridad que no había nadie
allí. Nos llamaron para que lo viéramos. Yo mismo me acerqué para comprobar que
no había nadie que de alguna forma estuviera haciendo la gracia. Allí no había
nadie.
Habíamos
dejado la barra sola, así que aunque estábamos alucinados tuvimos que volver a
escanciar sangría. Entonces, una balda de cristal donde estaban algunas de las
botellas estalló y las botellas cayeron al suelo. Aquellas eran unas baldas de
cristal gordas como un dedo y en todos los años que llevábamos allí nunca se
había roto ninguna. Fui a recoger los cristales y, para mi sorpresa, noté que
estaban calientes. No había ninguna vela ni ninguna fuente de calor cerca.
También se apagaron algunas pequeñas lámparas de la barra que, por miedo, no
volvimos a encender. Mientras tanto la sangría corría como las aguas del Ganges.
Explotó una segunda balda de
cristal y de nuevo al recogerla los trozos estaban calientes. No sabíamos cómo
parar aquello, así que se me ocurrió bajar un poco la música y la cosa se calmó
en seco.
Los demás días
de las fiestas anduvimos con más cuidado con el volumen. Mi padre, como siempre,
compró unas flores que pusimos en un gran jarrón en la barra y a partir de allí
nuestra relación con los demás habitantes fue poco a poco a mejor.
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