Hace tiempo, en
la Calle Mártires, había una señora con poco pelo a la que por alguna razón le
gustaba meter gallinas vivas en el pequeño escaparate de la relojería que
regentaba. En la calle Osaú tenía también un pequeño almacén. Se trataba de uno
de los cuatro o cinco locales que algún genio había dejado construir adosados a
la Iglesia de San Gil. Eran casi casetas que afeaban el lateral de la Iglesia y
su torre Mudéjar.