Aquella Semana
Santa la pasé en Grañén. Bueno, en una casa de campo que mi abuela tenía cerca
de allí. Estaba la casa en mitad del campo, a dos kilómetros del pueblo más
cercano y, en aquella ocasión, estábamos allí mi hermana Elena, mis primas Ana
e Isabel (que son hermanas) y mi tío
Diego y mi tía Berta, que también son hermanos.
Un buen día
mis primas y mi hermana se fueron a una paridera cercana donde hasta hace unas
semanas había habido ovejas y volvieron llenas de pulgas (yo no recuerdo por qué
no fui con ellas).
Mis tíos no
cayeron en que lo mejor hubiera sido cambiar a las chicas de ropa, meter la
ropa en una habitación vacía y rociar todo con DDT. En vez de esto, ellas se
cambiaron de ropa sin más y allí estuvimos varios días soportando los picotazos
de los bichos.
Volvimos a
Zaragoza y al colegio. Yo estaba en tercero de E.G.B., así que debía de tener 8
años. Las cosas me iban bien, como a casi todos los niños de mi edad. Sacaba
buenas notas, tenía buenos amigos… Lo normal.
Aquel mismo lunes
comenzó a dolerme la cabeza y empecé a quejarme, pero mis padres, al no tener
más síntomas, me enviaron una y otra vez al colegio. Luego recuerdo estar en mi
cama con la luz encendida y las palabras de una doctora que decía: “Es grave,
pero no como para ir a urgencias”. Después, recuerdo estar en el portal de mi
casa envuelto en mi manta de cuadros en brazos de mi padre diciendo “No veo, no
veo”. En aquel momento entraba en el portal un médico amigo de la familia,
alguien le habría llamado y le decía a mi padre: “Ricardo, hombre, no te
precipites”. A lo que mi padre le respondía “Pero, ¿no te das cuenta de que no
ve?”.
Mi tía Alicia
nos llevó al Hospital Infantil. Allí recuerdo estar en el ascensor. No sé cómo
pero ya veía. Estaba yo solo con el celador, que me decía que me desnudara. Me
desnudé y ya no recuerdo más.
Este recuerdo
es muy extraño. Se me hace raro pensar que estuviera solo, sin mis padres y que
un celador me dijera que me desnudara en un ascensor… No sé, lo mismo fue un
sueño.
No recuerdo
nada del coma, nada... Esto lo digo por si alguien quiere sacar alguna
conclusión profunda. Días después empecé a oír voces de las enfermeras que
hablaban entre ellas. Una le contaba a la otra algo relativo a un viaje. Debía
de haber estado en algún país extranjero y explicaba que en la casa de la
familia en la que había estado tenían televisión, pero que no la encendían
porque tenían una forma de ser diferente a la nuestra. Recuerdo abrir los ojos
un poco y ver a un montón de médicos detrás de una máquina. Me debían de estar
haciendo un encefalograma, después me harían muchos más. Y también veo a mis
padres que entraban a verme. Veo a mis abuelos que entraron (o no) a darme el
reloj que me iban a regalar por mi comunión, que no había podido hacer por
estar enfermo. Esta imagen es muy potente para mí. Me acuerdo perfectamente de
que fue mi padre el que me puso el reloj y que este tenía la esfera de un azul
celeste oscuro, muy intenso. Sin embargo, el reloj era en realidad blanco. Me
da mucha tristeza este episodio, es como si mis abuelos me hubieran querido dar
su regalo antes de que me muriera, que era lo que todos pensaban que iba a ocurrir.
Podía ocurrir eso, o algo peor.
No
les faltaba algo de razón a mis abuelos porque, si bien sobreviví, una parte de
mí murió allí en aquella U.V.I. que tenía tanta luz, tanto ruido, en la que no
se distinguía la noche del día y donde era tan difícil descansar.
Luego empecé a
comer con voracidad a causa de los días sin comer y de la medicación —supongo—
y a recibir visitas a través del cristal.
Un día intenté
levantarme y un médico, o un enfermero, me dijo que no, que no podía
levantarme. Yo insistí, así que este señor me ayudó a ponerme de pie e
inmediatamente me recogió evitando mi caída. No tenía fuerzas, pero lo peor es
que la parte derecha del cuerpo estaba semiparalizada. La visión de aquellos
tubos que entraban en mi cuerpo, las “vías”, me viene ahora a la cabeza.
Pasados unos
días pasé a planta. Me veo a mí mismo en aquella habitación solo, muy solo,
mirando hacia el techo, hacia unas grietas que tenía la pintura y que yo veía
moverse y volver a su lugar como si estuviera completamente borracho. Si giraba
la cabeza y me ponía de costado veía las sábanas de la cama de al lado, que
estaba vacía y en las que se podía leer “Seguridad Social” en letras azules
bastante desvaídas por la acción de los lavados. Mi cerebro no podía dejar de
leer una y otra vez aquellas dos palabras encerrado en un bucle agobiante y
absurdo. Me dolía la cabeza y no sé hasta qué punto ese recuerdo de estar solo
es real, pero esa sensación de soledad y de abandono se acentuó en mi pequeña alma
de ocho años cuando un día, sin previo aviso, una señora comenzó a vestirme. No
era una enfermera, era la madre de otro niño (así que debía de haber otro niño
por ahí).
-¿Cómo te pone
la camiseta tu madre, por dentro o por fuera del calzoncillo?
- Por fuera.
-¿Cómo te pone
tu madre el jersey, por dentro o por fuera del pantalón?
- Por fuera.
Luego, la
vuelta a casa, los dolores de cabeza ,el hambre terrible debido a las medicaciones,
el aumento de peso (cedieron todas las gomas de mis pijamas) los intentos por
comer yo solo —con la mano derecha no
podía ni sostener el tenedor— el
intentar que mi mano obedeciera a mi cerebro para poder escribir. Porque no
había olvidado nada, sabía andar pero la pierna no me sostenía bien y sabía
escribir, pero mi mano no me respondía. Aun hoy tengo una muy mala letra, lo
que me ha valido ser prejuzgado por todos esos profesores que creían que una
mala letra era una falta de respeto hacia ellos, como si no hubiera tenido yo
otra cosa que hacer que escribir mal a propósito solo para molestarles a ellos
y, de paso, bajar mis calificaciones gratuitamente, ¡con el esfuerzo que debe
de costar hacer mala letra “aposta”!
A mis padres
los médicos les dijeron que me iba a quedar en una silla de ruedas, con “pocas
posibilidades”, pero ellos no se rindieron y todos los días me hacían ellos
mismos todos los ejercicios de rehabilitación.
A casa vinieron
a verme algunos amigos a los que no habían dejado ir a verme al hospital —con muy buen criterio— y también vinieron a verme familiares e
incluso mi profesor del colegio Don Emilio y el director del pabellón de los
pequeños, Don Francisco.
Por lo visto
todo el colegio había estado pidiendo por mi recuperación a diario. Esos mismos
profesores que tan cristianamente usaron mi caso para inculcar la fe en sus
alumnos, ¿quién les mandaba decirles a los niños de seis a diez años por la
megafonía de las aulas a diario que había un niño muy enfermo y que había que
rezar por él? Me figuro que la intención era buena, claro, pero exponer a niños
tan pequeños a una enfermedad tan grave de un compañero todos los días… ¿Cómo
lo vivieron mis compañeros? ¿No se angustiarían pensando que ellos también
podían enfermar e incluso morirse? Como decía, esos profesores que tanta piedad
cristiana atesoraban, no hicieron absolutamente nada cuando algunos de esos
compañeros que tanto rezaron por lo visto por mí, se convirtieron luego en mis
acosadores durante seis años, desde los ocho hasta los catorce y eso que nada
hacía presagiar este comportamiento, sobre todo después del gran aplauso con
que mis colegas de clase me recibieron, cuando por fin volví al aula que había
dejado unos meses antes.
Sin embargo,
no son los insultos, el desprecio o los golpes lo que recuerdo más
traumáticamente. Lo peor fue la incompetencia de los adultos que me rodeaban.
Un día me
sentí abrumado porque antes de estar enfermo comprendía todas las cosas y, en
aquel momento, después de perder varios meses de clases y con mis facultades
mermadas por la convalecencia y por las medicaciones, le dije a mi maestro que
me dolía mucho la cabeza y él me dijo que me fuera a “secretaría” a por una
aspirina. Cuando llegué allí y me hube tomado la aspirina no tuve fuerzas para
volver a clase y me escondí detrás de un estanque que bordeaba la iglesia del
colegio. Al rato, vi a un compañero, no sé si él se acodará, y tuve claro que
Don Emilio le había enviado a buscarme. No volví a clase hasta después del
recreo y entonces Don Emilio me sacó al pasillo, donde me dijo: “Quique, he
perdido la fe en ti”. La metáfora venía a cuento porque el día anterior había
explicado el maestro que le fe (la fe en Dios, claro) era como una llamita
ardiente que salía de una lámpara de aceite, que todos teníamos en el corazón .El
día anterior yo había pensado que aquélla lámpara era como la de Aladino,
mientras Don Emilio explicaba que no había que dejar que esa llamita se apagase
nunca, nunca. Yo nunca me he sentido tan, tan perdido como en aquel momento. Fue
un mazazo terrible, como si me hubieran arrebatado todo lo que poseía, como si
me hubieran repudiado mis mayores, las personas que me ponían en contacto con
Dios, en el cual creía ciegamente (para eso son los colegios de curas) y así
fue cómo, además de una gravísima enfermedad, tuve una crisis de fe con ocho
años. Si yo no había hecho la Primera Comunión y por tanto no había cometido
ningún pecado mortal, ¿por qué me había castigado Dios? Tras pasar por unos
años de gran tristeza, decidí que le hacía un favor a Dios si pensaba que no
existía, que no existía un Dios así, capaz de consentir o ejecutar aquellas
cosas. Al fin y al cabo era como evitar pensar mal de una persona que quieres.
A veces es mejor pensar que no tienes padre, por ejemplo, que admitir que tu
padre hace según qué cosas. Es mejor pensar que no existe que traicionar su
memoria.
En aquel
colegio tampoco se protegía a los “débiles”. Siempre he pensado que los curas,
lo de la Selección Natural se lo tomaban bastante al pie de la letra. Un día,
ya recuperado, tuve un encontronazo fortuito con un niño de otra clase (tenía
diez años en aquel momento). Le pedí perdón pero él se abalanzó sobre mí.
Aquello me pareció tan injusto, porque tampoco yo había tenido la culpa y le
había pedido perdón por educación, que según venía le solté un hostión en la
sien que lo tumbé literalmente en el suelo y además le salió un buen chichón .Cuando
empezó la clase el profesor me dijo “Artiach...” y yo pensé, “madre mía, ya se ha enterado Don Julio del
puñetazo que le he dado a ese. Se me va a caer el pelo”. Pero el maestro acabó
la frase “Ya me he enterado de que le has zurrado a M...” y posó su mano en mi
hombro en señal de aprobación. Esta permisividad con los chicos la pagaron caro
los docentes cuando los niños de mi generación cumplieron catorce años,
llegaron las chicas al colegio (que hasta esa edad era solo masculino) y
empezaron a tomarla con los profesores del centro y con el propio centro, quemándole
el coche a un profesor y varias aulas... Bueno, pues en el pecado llevaron la
penitencia.
Yo tuve la
audacia de conseguir que mis padres me sacaran de aquel colegio antes de que
llegaran las chicas, porque yo sabía que el que me humillaran delante de ellas
ya podía ser la gota que colmara el vaso.
Una mañana de
esas —debía de tener yo once o doce
años— en las que se me quedaban
pegadas las sábanas a propósito para intentar no ir al colegio (lo que nunca
conseguía, porque mi padre cogía el coche y me llevaba a segunda hora) estando
ya en el colegio, dentro del coche y antes de despedirnos, tuve una
conversación con él. Mi padre me decía “Hombre, Quique, no saberse las
preposiciones no es motivo para faltar a clase. Además podemos ayudarte a
estudiar, ya lo sabes”. A lo que yo conteste, “papá, no es eso, es que no soy
feliz”.
Años después,
recordando estas cosas con mi padre, me dijo “cuando me dijiste aquello se me
partió el corazón”.
Antes de
sacarme de aquel antro mi padre fue a hablar con el director y le dijo que me
sacaba de allí porque estaban criando a un hatajo de pijos y de gilipollas y
que ya acabarían recogiendo lo que estaban sembrando. El director, que era
cura, con esa condescendencia que tienen los curas le dijo a mi padre algo así
como “hombre, ahora con las chicas se apaciguarán un poco”... Es decir, no solo
reconocía implícitamente su incapacidad docente, sino que además erraba en su
diagnóstico sobre el futuro.
Después tuve
algún encontronazo con alguno de aquellos cafres pero entonces, en mi nuevo
colegio, donde encajé perfectamente entre otros chicos y chicas normales, ya me
había hecho con una buena cantidad de buenos amigos dispuestos a defenderme
como yo a ellos.
Parece
mentira cómo por algo tan fortuito como una picadura de un insecto tu vida
puede cambiar para siempre... Y sobre aquello de la supervivencia del más
fuerte, pues aquí estoy.
Por
cierto, a mis acosadores, si es que leen esto, tengo algo que decirles. Ahora
que ya tenéis cuarenta años y muchos de vosotros hijos e hijas, pensad en ellos
y en si os gustaría que alguien como vosotros les hiciera lo que vosotros me
hicisteis a mí. Hoy aquellas cosas por fin son consideradas delitos y no bromas
o novatadas porque las secuelas de un maltrato continuado son para toda la
vida. Muchos chicos y chicas, por menos de lo que yo aguanté, acabaron
suicidándose. Yo por suerte fui fuerte y solo os deseo que nadie trate nunca
así a vuestros hijos. Porque simplemente son seres humanos y no lo merecen.
.
Quique tus historias son un ejemplo de tu calidad humana y de la capacidad del ser humano para sobrevivir.
ResponderEliminarEn mi colegio los llamados 'hermanos' eran un atajo de animales. Yo pasé de un amable colegio de monjas a tratar con toda esa pandilla de 'forajidos' -aunque siempre encuentras las excepciones que te ayudan a sobrellevarlo.
Por ello tuvimos que desarrollar un instinto más de supervivencia frente a los 'curas' que al acoso del compañero, que tb lo había. Aún recuerdo con remordimiento alguna burla que hacíamos de un pobre compañero con algunas discapacidades físicas y enfermo de salud -de hecho falleció antes de los 18. Los críos podemos ser muy crueles a veces.
En un encuentro por Internet de mi promoción hubo debates interesantes de todos estos temas, de porqué no contábamos los maltratos en casa etc ... algunos decían .. 'es que en esa época en todos los colegios hacían lo mismo'.
Yo lo negaba, pues tenía amigos en Marianistas, Jesuítas, Maristas ... y no, no eran iguales. Los corazonistas eran unos salvajes en un porcentaje muy alto. Recuerdo mi época de los 10-14 años con pavor sólo de tener que ir a ese antro -por cierto hoy día un colegio normal, mixto y muy solicitado.
Mala suerte con los tiempos, pero se generó una cierta solidaridad como te cuento que mitigó bastante los acosos a otros niños.
Yo no estoy libre de culpa, y en aquellos días de interesantes debates por internet y emails, me hubiera gustado pedir perdón a mi compañero discapacitado por haberme reído alguna vez de él, por haberle parado alguna vez el ascensor -no podía subir las escaleras .. pero ya no estaba entre nosotros para disculparme. Todavía me pesa mi comportamiento, que no fue ni mucho menos de los peores, pero cruel al fin y al cabo.
Eres / somos sobrevivientes a las circunstancias adversas ... es la naturaleza del ser humano.
Un abrazo.