Cuando alguien
nos pregunta a cualquiera de los que trabajamos en Casa Lac aquella época cuál
fue la peor noche o el peor servicio que tuvimos en los dieciocho años que
pasamos allí, todos respondemos lo mismo: “La noche del Canales”. Y cuando lo
decimos sin darnos cuenta nos quedamos algo lívidos.
Un día, como a
las cuatro y media, se presentó en el bar —que
estaba abierto porque estábamos en las fiestas del Pilar— un tipo de estos que en el argot del espectáculo se denomina
“manager de carretera” y me dijo:
—Mire, esta noche se estrena en el Teatro
Principal el espectáculo de la gira mundial de Antonio Canales el bailaor y
claro, cuando acabe el estreno tengo que dar de cenar a cincuenta personas y no
tengo dónde meterlos. Tenemos un presupuesto de 1.500 pesetas por persona y
vendríamos como a la una de la madrugada.
Yo contesté:
—Ya lo entiendo, pero antes de decirle nada
tengo que consultar a mis jefes, a la cocina y, sobre todo, a los trabajadores.
Tenga en cuenta que estos días ya están dando el máximo. Espere un momento, por
favor, y enseguida le digo algo.
Como aquel año
las cosas no estaban para tirar cohetes y todos lo sabíamos decidimos entre
todos que lo haríamos, que después de acabar de dar las cenas volveríamos a
montar el comedor para dar otras cincuenta cenas en mitad de la semana más dura
de todo el año. La cocina puso sus normas. Sería una cena sencilla de ensalada y
después lomo con patatas y pimientos y pastel ruso de postre, todo cosas
sencillas que se pudieran preparar entre pocas personas y dejar medio hechas
para que la cocina se pudiera marchar lo antes posible, porque a las nueve de
la mañana tenía que estar otra vez allí.
Fuimos a
comprar mi padre y yo al Makro con el coche en el rato de descanso: más pan,
más hielo, la carne y todo lo que pudiera faltar. Nos tomamos un café y
enganchamos con el horario de noche.
Con una
precisión digna de los mejores profesionales, mientras los comensales del turno
normal acababan de cenar se iban montando de nuevo las mesas, fregando y
limpiando todo para que cuando llegara “El Canales” todo estuviera preparado y
lo estuvo, pero no nos podíamos ni imaginar lo que se nos venía encima. Ni el
mismísimo Dios podría haber ideado un infierno así, aunque pensándolo bien a lo
mejor sí que puede y fue Él. Ya lo dice mi padre muchas veces cuando algo sale
mal: “Dios aprieta pero no ahoga”, y él mismo se contesta, “¿se divierte?”.
Nunca habíamos
tenido unos clientes así. Era cincuenta gitanos, algunos casi niños que
acababan de salir de actuar en el Teatro Principal con un subidón de adrenalina
del copón. Acababan de realizar un estreno mundial después de haber estado
meses ensayando. Críos sacados de los barrios que habían pasado a ser estrellas
del flamenco en ese preciso instante, porque “nozotro somo la conpañía der
Canale”, decían orgullosos y no les faltaba razón.
Yo estaba en
la planta de abajo dando las copas y mi hermana Elena bajaba y subía cada vez
más desencajada y yo pensaba “no será pa tanto” y ella me decía “esto no puede estar
pasando, esto es acojonante”. Y como insistía tanto en que aquello era
espeluznante, le dije:
—Elena, ¡cuéntame lo que pasa!
Y ella me
respondió:
—Pues mira, han ido subiendo y se han ido
sentando donde han querido y sin esperar a que se llenen las mesas han empezado
a pedir bebidas y cada vez que llegas a una mesa con el pedido, resulta que se
han sentado dos más que, claro, vuelven a pedir.
Todos se han
sentado y han pedido directamente “la carta”. Les hemos explicado que era un
menú y no lo entienden. Los que han entendido que era menú han hecho con la
comida lo mismo que habían hecho antes con las bebidas, se han sentado y han
pedido los primeros cada uno cuando ha querido, sin esperar a nadie y según van
llegando se sientan donde les parece y piden “mi primero”. Así que en todas las
mesas hay personas que van unos por la ensalada, otros por el segundo y otros
por el postre. Es decir, que cada una de las doce mesas se nos ha convertido en
tres o cuatro, es como si hubiera allí sesenta mesas con doscientas personas
comiendo, pero además a ninguno le gusta lo que come. Subimos las ensaladas y
nos dicen: “¿Qué ensalada es esta? Yo quiero otra diferente”. Sacamos el vino
del menú, que es Coto de Hayas y dicen: “A mí Viña Ardanza”. Claro, el Viña Ardanza
no se lo llevamos que luego a ver quién lo paga. No hacen más que agarrarnos de
las camisetas y decirnos “a mí un solomillo”... Pero es que además ¡no sabemos
ni donde están! Porque se cambian de mesas cuando les pasa por las pelotas y
entonces, cuando pides los segundos que sean de una mesa, por ejemplo tres,
resulta que no, que uno se ha largado y te sobra un plato y tienes que intentar
saber de quién es e ir por todo el comedor preguntando. Y cuando ya lo dejas en
la barra porque no sabes dónde está el que te ha pedido “mi segundo”, porque
vamos preguntando pero tampoco te contestan ni te hacen ni caso, de repente su
dueño, que se ha cambiado de mesa te dice “¿Y mi segundo qué, eh?”.
Después de lo
que me había contado Elena subí a ayudar. Parece que a estos chicos nadie les
había dicho nunca que había que esperar a que acabaran tus compañeros de mesa.
Me metí en el barro y aquello fue un espanto tal como me había contado mi
hermana.
Acababa de
subir y bajar a por tres cosas diferentes que me pedían personas de la misma
mesa y, cuando llegaba con algo, otro “artista” me decía “Pues yo coca coooola”.
Volvía a subir y otro me decía: “Pues yo una Fanta”. Acababa de servir la
última coca- coooola en aquella mesa y levanté la vista para ver qué más podía
hacer. Estaba perplejo, con los ojos casi inyectados en sangre en medio de
aquel sin dios y entonces noté una mano de diez años que procedía de la mesa a
la que acababa de hacer cinco o seis viajes, me giré y espetó: “¡Eh, eh! ¡La
carta vinos! ¡La carta vinos!”.
Yo le dije: “Perdone
usted, pero el menú de 1.500 pesetas no incluye la carta de vinos ni la mitad
de las fantas y de las coca–colas que les estamos sirviendo. Además, usted no
puede beber alcohol. He venido a esta mesa un montón de veces y se me están
hinchando los huevos ya. ¡A ver! Esta es la última vez que vengo a esta mesa.
¿Alguien quiere algo más?”. A lo que él contestó con una tranquilidad pasmosa:
“Como se poooone el paaaaayo”.
Entonces nos
dimos cuenta de que lo que estaban haciendo era probar y pedir a ver que caía y
nosotros les estábamos dando todo lo que pedían, pero en el momento que se les decía
que no pues no pasaba nada.
Entonces le
dije a mi hermana: “Elena, vamos a empezar a decirles a estos tíos que no
porque si no estos nos matan aquí a todos a viajes en tres cuartos de hora”.
Eso hicimos y eso nos salvó la vida.
Acabaron de
cenar no sé cuándo y se pusieron a bailar, a cantar y a tocar las guitarras
distribuidos por las dos plantas que habían ocupado. Eran las tres de la mañana.
No recuerdo
muy bien cómo pero al final acabaron por marcharse. El manager estaba avergonzado.
Se quedó alucinado de la cuenta porque claro, nosotros no teníamos la culpa de
que él no les hubiera explicado a los componentes de la compañía en qué consistía
la comida y lo que podían pedir y lo que no. Pagó la cuenta y se disculpó por
la que nos había montado.
—No se preocupe, señor. Ya se ha pasado la
cosa— le dije yo. Y entonces él nos
dijo:
—Sí, sí, esto se ha acabado para ustedes,
pero yo me voy con ellos seis meses de gira por todo el mundo. Imagínense: aeropuertos,
controles de seguridad, hoteles... Y la primera parada es Japón, ¡Dios mío,
Japón! Con lo ceremoniosos que son allí... Soy hombre muerto”.
El Canales se
despidió muy amable y a las chicas les dio una buena propina. Ya se la habían
ganado bien, ya.
Entonces,
cuando ya estábamos solos la familia y las camareras nos sentamos en el comedor
otra vez limpio, nos sacamos pan, vino y queso y Elena se sentó en una silla, apoyó
la cabeza un momento en la mesa y en un segundo y de la propia tensión
nerviosa... se durmió.
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