La Llave
Los últimos
meses que pasamos en Casa Lac fueron muy intensos. Mi hermana Elena estaba
embarazada de su primer hijo, la abuela Pilar estaba muy enferma, Pili —la persona que ayudaba mi madre en la
cocina y que era ya de la familia después de tantos años— estaba de baja con la rodilla hecha polvo, todos estábamos
agotados porque faltaba personal y a todo esto se sumaba la posibilidad de
“vender” el negocio y las negociaciones nos tenían a mis padres a mi hermana y
a mí algo alterados.
El restaurante
ocupaba la planta calle y el primer piso y, en el rellano del tercero, había
una puerta por la que se accedía a nuestra casa. Justo al lado de la puerta
había una pequeña mesa con unas faldas y, colgando de esa mesa, estaba la llave
de la puerta. Desde el principio yo protesté mucho. Mi madre quería que la
llave estuviera allí, era más cómodo porque todos subíamos y bajábamos muchas
veces al día y era normal dejarse la llave arriba o abajo. Yo le decía a mi
madre que si viviera en la casa de al lado llevaría la llave encima como todo
el mundo y nunca se le olvidaría, pero a pesar de mis quejas y del riesgo que
suponía la cantidad de gente que subía hasta ese rellano, puesto que el baño de
caballeros estaba en al lado de la puerta y de la cantidad de personas a las
que a lo largo de los años se les había dicho “por comodidad” dónde estaba la
llave, la llave siguió allí de principio a fin.
Cuando se
abría con esa llave además había que acordarse de que al otro lado de la puerta
la mayoría de las veces estaba nuestro gato Cosme dispuesto a escaparse hacia
las cocinas. Muchas mañanas me tocaba comenzar el día persiguiendo al felino
por los dos sótanos y las dos plantas de restaurante que además estaban unidas
entre sí por multitud de puertas y escaleras que estaban ocultas al público. Esto
había que hacerlo antes de abrir el bar para que Cosme no se largara a la
calle. Que Cosme no se escapara tenía su aquel, porque eran muchos años ya de
jugar al gato y al ratón. Cuando se quería subir a casa había que llevar una
bolsa. Abrías la puerta con una mano y con la otra sujetabas la bolsa a la
altura de los pies y de Cosme. El gato retrocedía porque no veía la salida y tú
entrabas y cerrabas la puerta. Para bajar, como el felino se pegaba como una
lapa a la puerta para salir disparado en cuanto se abriera una rendija, había
que coger a Cosme y depositarlo en la barandilla de la escalera. No sabemos por
qué, pero desde allí no intentaba escaparse.
La culpable de
estas escapadas mañaneras era Carmen, la señora de la limpieza, a la que todos
los días se le escapaba el gato. Aquella mujer es sin duda alguna la persona
más bruta que he conocido en mi vida. Nos sometía a mi hermana y a mí a unos
interrogatorios absurdos e impropios de nuestra edad y nos decía a veces cosas
terribles. Una vez me pregunto:
—Oye chico, chico, ¿tú fumas?
—Pues no, no fumo.
—No querría tener yo un hijo como tú, que
fuma.
—Oiga, que yo no he fumado en mi vida.
—Claro, así huele todo.
La señora no
tenía en cuenta que vivíamos encima de un bar.
—Bueno, Carmen, si usted quiere fumo, pero
vamos a dejarlo.
—Muy bien, si fumas lo dejamos.
Como ya estaba
harto de perseguir a Cosme todas las mañanas y de que Carmen no tuviera cuidado,
utilizando su propio lenguaje un día le dije:
—Oiga, Carmen, ¿sabe qué le digo? Que el
gato ese es más listo que usted.
—¡Anda con el tío este! ¿No te jode?
—Bueno, Carmen, no se lo tome a mal. Usted
dirá lo que quiera pero el gato todos los días le gana la partida.
La cosa tuvo
su efecto y a Carmen nunca más se le volvió a escapar Cosme.
Andábamos como
digo muy ajetreados y un buen día Carmen no pudo subir a limpiar la casa porque
la llave había desaparecido. Saltó la alarma general, buscamos por los alrededores
por si se había caído, preguntamos a todas las trabajadoras aunque sabíamos que
no habían sido ellas porque eran amigas de plena confianza.
Nos reunimos
para pensar. La llave había desaparecido por la noche, porque todos habíamos
entrado a casa con ella. ¿Quién había sido el último? Había sido yo y la había
dejado donde siempre. ¿Podía ser que alguien se la hubiera llevado para entrar
otro día? Aquello era aterrador, pero no tenía sentido. Al llevarse la llave el
posible ladrón levantaba la liebre y, sin embargo, dejándola en su sitio se
aseguraba la entrada.
Llevábamos ya varios
días dándole vueltas al asunto de la llave sin encontrar la solución a su
misteriosa desaparición y, al tercer día, cuando estábamos comiendo, en mitad
de la comida mi padre se levantó y, sin decir palabra, comenzó a subir las
escaleras. A los tres minutos bajó, se paró unos cuantos escalones antes de
llegar adonde estábamos comiendo y, levantando el brazo, nos enseñó la llave.
—¡Anda! ¿Dónde estaba?— Preguntó mi hermana.
—Pues es que me acabo de acordar de que el otro
día tuve un sueño. Había un peligro que acechaba y yo no sabía de dónde venía.
Yo quería proteger a mi familia y pensaba en mi sueño que la puerta estaba
abierta. Ahora comiendo he pensado, “¿y si me levanté yo sonámbulo y cogí la
llave?”. Y he ido a mi mesilla y allí estaba.
—Hace mucho que no te levantabas sonámbulo,
Ricardo— dijo mi madre.
Era verdad, yo
ni siquiera me acordaba de que mi padre es sonámbulo.
Hace unos días,
cuando le pregunté a mi padre si le importaba que contara esta historia, a lo
cual, como se ve, accedió encantado, me dijo:
—¿Sabes lo más curioso? Los sonámbulos se
comportan, cuando están en estado de sonambulismo, igual que se comportan en la
vida real, así que estoy seguro de que para abrir la puerta que colgaba al otro
lado tuve que coger a Cosme y ponerlo en la barandilla, porque no se escapó.
—Pues es verdad, Papá, no se escapó el gato.
—¿Cómo puedo no acordarme, verdad? Qué
cosas.
—Sí, Papá, qué cosicas tenemos en esta
familia.