jueves, 3 de diciembre de 2020

Memoria, evocación, olvido.

 He vivido cada uno de mis casi cincuenta años en la misma capital de provincias, y dentro de ella siempre en la misa pequeña zona de no más de dos kilómetros cuadrados, donde además he tenido mis trabajos.

Por eso cuando salgo a la calle me la encuentro llena de recuerdos, en cada banco de cada parque, en cada fachada de cada edificio, en cada recorrido de cada línea de autobús, en cada bar, en cada portal y en cada esquina, encuentro las calles plagadas de recuerdos que vienen a mi mente sin quererlo yo y que me hieren, unos por representar malos momentos, y otros por traerme a la memoria buenos instantes ya perdidos. Quizá me pasa esto porque soy una persona demasiado sensible, pero eso a fin de cuentas no puede cambiarse y no importa, porque quiera o no cada salida de casa se convierte en un involuntario, inevitable y poco deseable viaje al pasado, en una tortura constante, en un marasmo de tristeza del que sólo consigo salir cuando llego a casa, leyendo.

He ensayado, por consejo de varias psicólogas, algunas estrategias para disminuir, no los recuerdos y sus avenidas, la memoria no se puede borrar, sino su impacto sobre mi maltrecha mente.

Así he practicado la relajación, el mindfulness, la meditación, e incluso una de estas psicólogas me sugirió que llevara algo nuevo cerca de cuerpo que pudiera tocar cuando estos pensamientos me abrumaran, así que  elegí y compré un anillo, y me dijo que cuando tocara este nuevo objeto, el anillo, repitiera una letanía, algo así como "Estoy tocando este anillo nuevo, cuando me ocurrió esto que estoy recordando no lo tenía, ahora estoy en el presente, aquello pasó, ahora tengo experiencia y recursos para gestionar estas emociones". Aunque ella lo llamó "anclaje" yo pensé  "Vaya, una psicóloga me recomienda que use un amuleto y una oración". Debo reconocer que esta fue la única estrategia que me ayudó algo, como ha ayudado la magia a tantos tantos siglos.

Al acabar una de mis semanas laborales, legaron mis dos días de fiesta, lunes y martes, y ante la perspectiva de pasarlos vagando por mis recuerdos callejeros, metí cuatro cosas en una bolsa, me dirigí a la estación y cogí un tren, uno que me llevara al mar.

Al llegar a mi destino bajé la rambla que separa las vías del paseo marítimo y me senté en un banco a contemplar el mar. Este es mi único consuelo, poder mirar y no ver edificios, ni calles ni esquinas con bares, ni bancos en parques, ni autobuses girando para encarar sus eternos recorridos.

Desde entonces aquí estoy junto a él en un banco, ya no puedo moverme ni volver, ya tengo dentro  recuerdos del mismo mar, y en ellos, que no tienen vestigios de mi vida pasada, voy a gastar los días que me quedan.

Así que si me veis aquí, inmóvil, con mi abrigo viejo, con mi barba de meses, con mi pelo largo y la piel abrasada por el Sol, no me saquéis de mi ensoñación, pensad que estoy viviendo ya dentro de mi propio libro, de mis propios recuerdos, llenos de mar.

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