Todos sabemos muy bien o que es la música. Antes de que supiéramos hablar nuestras madres ya nos arrullaban cantando con ella y esos sonidos fueron a nuestros oídos y a nuestros cerebros lo que la leche materna a nuestras bocas o a nuestros cuerpos. Así que nadie necesita que venga ningún intelectual a que nos la explique.
Nadie debería apropiarse de algo que existe desde los albores del ser humano y del reino animal, no olvidemos que muchos otros animales al igual que nosotros también arrullan a sus crías cantando como hacen los pájaros o las ballenas. pero de esta música, de la verdadera música, verdadera y esencial nadie habla.
martes, 25 de febrero de 2014
martes, 18 de febrero de 2014
La clínica
No hay razón para ello pero existe algo obsceno, surrealista, humillante y extraño en recogerse uno a sí mismo una muestra de semen a las nueve cuarenta y cinco para coger un taxi a las nueve cincuenta para llegar a la clínica privada antes de las diez treinta y esperar ante un mostrador con la muestra en el bolsillo de la chaqueta calentándola con la mano izquierda porque, según te dijeron las enfermeras, cuando hiciste lo mismo para el espermiograma, el calor les va bien a tus chicos.
La recepcionista te pregunta si le has puesto el nombre, como no lo has hecho intenta escribir tu nombre y tus apellidos en una pegatina. Como no le sale escribir tu primer apellido bien acaba por escribir, en tu muestra de semen, el nombre y apellidos de tu mujer. En el segundo apellido se deja una tilde, eso sí, lo escribe todo con mayúsculas. La recepcionista no toca la muestra y te da la pegatina para que tú mismo la pegues en el bote. No recoge la muestra y te hace esperar en una salita muy moderna a que salga una señora del laboratorio que te pregunta si el nombre de la etiqueta es el mismo que le han dado a ella. Comprueba que es así y te dice que te pases a recogerla a la una y cuarto.
Tú subes las escaleras que llevan a la puerta de la clínica privada, impolutas, te pones las gafas de sol y sales de allí como si hubieras cometido alguna falta y con un agujero más en el alma, pequeñito, pero al fin y al cabo con otro agujero y te vas como si nada a un bar cercano a tomarte un café.
jueves, 6 de febrero de 2014
El segundo café de la mañana
Voy al trabajo
caminando y en la puerta de un bar veo a un hombre vestido de faena, con el
mono lleno de manchas de pintura. Fuma y bebe café con la mirada preocupada,
perdida y algo esperanzada. Está buscando en el segundo café de la mañana el
impulso que le falta para volver al tajo.
El segundo café
de la mañana es una de esas cosas que no te falla nunca, como los primeros
discos de Tom Waits o los últimos de los Beatles, como medio orfidal a tiempo,
como una tortilla de patata, como unos calcetines gordos, como un tiro en la
sien. Cumple su cometido en el mundo con una efectividad asombrosa, barriendo
del cuerpo y del pensamiento la pereza y la desesperanza contumaces.
Sigo camino y
veo también a manadas de niños cargados con unas mochilas monstruosas que se
enfrentan a su mundo sin Tom Waits, sin los Beatles, sin orfidal y sin el
segundo café de la mañana. ¡Qué valientes son! ¡Y qué pequeños!
Casi llego a mi
destino, me siento en un bar cercano al trabajo —sí, es mi segundo café
de la mañana—. Frente a mí hay un instituto al que entran en tropel manadas de
chavales y de chavalas que hacen lo mismo que hice yo, que hicimos todos: ir
hacia el futuro por inercia, sin la menor intención. Pienso que todo se repite
una y otra y otra vez y les deseo a todos ellos que en el futuro no les lleguen
a faltar, si no las cosas grandes, al menos las cosas pequeñas como el segundo
café de la mañana y alguna cosa medianeja, como la esperanza.
martes, 4 de febrero de 2014
Desamor
Un desamor
tremendo, no sé si me entiendes. No me refiero a un fracaso sentimental. Yo me
refiero a algo más profundo, a algo que está más adentro. Me refiero a la falta
de amor. No a la falta de amor real, pues a casi todos al final acaba por querernos
alguien, sino a esa carencia asentada y sentida desde el inicio de la vida.
Si fuera más
insensible no lo notaría y si fuera más débil aceptaría cualquier droga o me
metería en cualquier cama o desaparecería para siempre para no sentirlo más.
Aquí está mi
viejo compañero dispuesto a no dejarme ni un solo momento, ni siquiera en los
peores.
No me digas,
lector, que te estoy desolando. Si puedo tocarte eso con mi pluma es porque «eso» tú ya lo
tienes allí dentro y es tuyo y no mío. Disculpa si te he pinchado un poco con
esta tinta azul que lleva mis cuadernos y mis noches en vela.
jueves, 30 de enero de 2014
El patinador
La vanidad del
patinador sobre hielo. Él es el mejor del mundo, de Europa, de su país, de su
club... da igual, lo importante es que él lo sabe pero, ¿mejor en qué? ¿Ha
desarrollado una vacuna? ¿Ha inventado algo? No, pero la tele retransmite su
actuación porque es difícil y él es un ser disciplinado. Le hacen planos
cortos, planos largos, medios planos mientras se desliza.
El patinador
sonríe en medio del esfuerzo como si no sudara, como si no fuera una persona,
como si fuera un ser casi divino que fuera en realidad capaz de patinar sin
esfuerzo. Repite sin cesar lo que otros hicieron ya. A veces se cae y enseguida
se pone de nuevo en pie, siempre sonriendo en una mueca antinatural y también largamente
ensayada y la tele lo retransmite, lo retransmite, lo retransmite.
viernes, 13 de diciembre de 2013
Los Lunáticos
Ya, ya, ¿pero
qué pasa cuando la tristeza es tan intensa que no te deja dormir?
Aunque
mantengas el tipo y nadie se dé cuenta o aunque los demás se den cuenta y crean
que estás triste porque tienes problemas económicos o roces con tu pareja —que también
podría ser—, cuando esta tristeza, que es como un mar de fondo que llevas
dentro y que no cesa, se apodera de nuevo de ti, a los pocos días de no poder
dormir, como digo, a veces, cuando recuerdas algo o a alguien, te das cuenta de
que ese recuerdo no es real. Es un trozo de sueño que no recordaste al despertar
y que aflora de repente en ese momento preciso. O puede que quizá la mente siga
soñando siempre, en todo momento y que no nos demos cuenta, igual que la Luna
sigue en el cielo aunque no la veamos durante el día a causa de la luz de los
rayos del Sol.
jueves, 12 de diciembre de 2013
Por partes
Me encuentro
con Dani Clemente y le cuento la situación: no me han cogido en la única
entrevista de trabajo que he hecho, llueve y no he podido poner los carteles de
mis clases particulares de guitarra. Le cuento que estoy pensando en vender mi
cuerpo pero que comprendo que a mi edad y en mi estado solo lo podría vender
por partes. Que si un trocico de hígado, que si un riñón, que si una córnea,
cuarto y mitad de retina...
Él me mira y me
dice muy serio, «Quique, no te subestimes, conozco a un par de ancianas a las que
les podrías interesar».
Me emociona su
confianza en mi futuro. Me abalanzo sobre él y le beso y le abrazo.
miércoles, 11 de diciembre de 2013
El corte de pelo
La primera vez
que me rapé el pelo lo hice sin saber muy bien por qué. Era un crío y quería
llamar la atención, o algo así.
Recuerdo el
tremendo grito que profirió mi madre cuando me vio y el coñazo que me dio
durante años; primero por habérmelo cortado, segundo para que de alguna forma
ocultara mi «error» por medio de sombreros y gorras y, ya más tarde, tuvo el resto de
la vida para recordármelo a mí, a mis amigos, a mis novias y a todo el que se
le pusiera por delante.
jueves, 5 de diciembre de 2013
La Mancha
Una mañana Axl, al salir de la ducha con el pelo mojado y retirado hacia atrás, descubrió que tenía una mancha verde en la oreja derecha, justo en la parte superior del pabellón auditivo. Pensó en que las sábanas podían haber desteñido, pero las sábanas no eran nuevas y además eran blancas. Las toallas eran amarillas. No tenía ningún champú ni jabones nuevos. Intentó quitarse la mancha frotando con la esponja y con jabón. Se frotó también con la parte áspera de la esponja pero solo consiguió enrojecer el resto de la oreja. La mancha verde seguía allí. Se peinó como pudo y con bastante buen resultado, cambiándose la raya de lado y gracias a su melena corta, logró esconder la mancha de forma que nadie notara que la tenía.
lunes, 25 de noviembre de 2013
La señora del caballo
Hace tiempo, en
la Calle Mártires, había una señora con poco pelo a la que por alguna razón le
gustaba meter gallinas vivas en el pequeño escaparate de la relojería que
regentaba. En la calle Osaú tenía también un pequeño almacén. Se trataba de uno
de los cuatro o cinco locales que algún genio había dejado construir adosados a
la Iglesia de San Gil. Eran casi casetas que afeaban el lateral de la Iglesia y
su torre Mudéjar.
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