Voy al trabajo
caminando y en la puerta de un bar veo a un hombre vestido de faena, con el
mono lleno de manchas de pintura. Fuma y bebe café con la mirada preocupada,
perdida y algo esperanzada. Está buscando en el segundo café de la mañana el
impulso que le falta para volver al tajo.
El segundo café
de la mañana es una de esas cosas que no te falla nunca, como los primeros
discos de Tom Waits o los últimos de los Beatles, como medio orfidal a tiempo,
como una tortilla de patata, como unos calcetines gordos, como un tiro en la
sien. Cumple su cometido en el mundo con una efectividad asombrosa, barriendo
del cuerpo y del pensamiento la pereza y la desesperanza contumaces.
Sigo camino y
veo también a manadas de niños cargados con unas mochilas monstruosas que se
enfrentan a su mundo sin Tom Waits, sin los Beatles, sin orfidal y sin el
segundo café de la mañana. ¡Qué valientes son! ¡Y qué pequeños!
Casi llego a mi
destino, me siento en un bar cercano al trabajo —sí, es mi segundo café
de la mañana—. Frente a mí hay un instituto al que entran en tropel manadas de
chavales y de chavalas que hacen lo mismo que hice yo, que hicimos todos: ir
hacia el futuro por inercia, sin la menor intención. Pienso que todo se repite
una y otra y otra vez y les deseo a todos ellos que en el futuro no les lleguen
a faltar, si no las cosas grandes, al menos las cosas pequeñas como el segundo
café de la mañana y alguna cosa medianeja, como la esperanza.