miércoles, 25 de octubre de 2017

La caja de caudales


Cuando mi padre me regaló su pequeña y vieja caja de caudales, con su pátina plateada carcomida por los años, me dijo :"Quique, no pierdas la llave", y la conserve un tiempo, el suficiente para meter en ella un buen surtido de recuerdos de mi adolescencia:

Las caras de amor de mis primeras novietas, los anónimos que me dejaba e el buzón la vecina del tercero C, y dos bolas de acero del tamaño de pelotas de golf, que eran, a mis catorce años mis mayores tesoros. Allí están todavía las cartas de Nieves, una quinceañera a la que conocí, en una fría noche de verano, en las fiestas de un pueblo de montaña donde veraneaba desde niño.

Nieves, su hermana mayor y su joven padre, se acercaron a nuestra pandilla en el descanso de una verbena en la que bailábamos, cargados con la sangría de nuestra peña. Enseguida nos hicimos amigos y su padre desapareció discretamente, dejándonos a nuestras anchas.

Pronto comencé a bailar con Nieves, que a pesar de ser menuda y de andar embutida en un grueso  jersey de lana, sobre el que se abrochaba hasta el cuello una cazadora vaquera forrada de borreguillo, sobre la que había anudado un pañuelo negro estampado en blanco, se balanceaba con  una soltura y con una alegría casi fingidas, bajo la que se ocultaban recientes tristezas de las que pronto me haría confidente.

Entre baile y baile Nieves me contó que era de Málaga, que sus padres se habían separado hacía poco y que su padre, en el mes de vacaciones que le correspondía pasar con sus hijas, las había metido en un coche y se las había llevado a recorrer España, como quien huye, a la aventura. Toda aquella tristeza la veía yo también en sus ojos negros, en su rostro aceitunado y tenso y bajo su flequillo, bajo el que no podía ocultar sus pensamientos y el deseo de ser querida y de no ser nunca más abandonada.

Nieves me cogió de la mano y me condujo a un callejón oscuro que salía de la plaza del pueblo. Nos sentamos en el frío y duro suelo de piedra de aquel pueblo castellano, en el escalón de un portalón antiguo. Tras acariciar mi frente y besarme en la mejilla sentí su lengua rozando la mía, carnosa y áspera al principio, y luego reconfortante y dulce como el primer café con leche de la mañana, tras una noche de insomnio.

Ella electrizaba mi cuerpo mordisqueando con delicadeza maternal mi cuello, mientras mesaba el pelo de mi nuca con sus pequeños dedos. De nuevo sentí su lengua, esta vez dentro de mi oreja y no pude evitar emitir un púdico gemido.
- ¿Te gusta? dijo ella.
- Mucho, contesté  yo sin saber muy bien qué era lo que estaba pasando.
- En mi familia, susurró ella, nos gusta mucho acariciarnos las orejas.

Aquella frase se quedó grabada en mi cabeza. Nunca supe muy bien qué significaba pero ¿Acaso importa?

El frío  de la noche montañesa acabó por entumecérnos, amanecía en el callejón y todavía aturdidos, comprendimos que había llegado el momento de ir en busca de los demás.

Algunos amigos habían aguantado bien la noche y estaban en el solar de la peña, donde humeaba una fogata en la que alguien había puesto a asar unas salchichas. Nos sentamos junto al fuego, recuperamos fuerzas e intercambiamos nuestras señas. Nieves ató alrededor de mi cuello su pañuelo negro "Para que no te olvides de mi" me dijo, y yo correspondí, entregándole en prenda, mi único cinturón.

En el momento preciso, su padre y su hermana, que habían estado al tanto de todo todo el tiempo, acudieron a la peña a recogerla. Tomamos la última sangría juntos los cuatro y después se metieron en su coche y se marcharon. Durante dos o tres meses  meses intercambiamos algunas cartas, las suyas están en mi caja de caudales.

De vez en cuando cojo la caja, la acaricio y la muevo lentamente para sentir el choque metálico de las bolas de acero con sus paredes.

Cuando era más joven intenté abrirla sin éxito, años después,comprendí que todo lo importante que poseemos existe sólo en nuestras mentes, en la memoria, donde los recuerdos se desarrollan y crecen a su antojo, como la maleza en un jardín abandonado, donde se esconden los ratones, zumban las abejas, se arrastran las lagartijas y donde se aparean a veces, con suerte, los gatos.

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