viernes, 21 de junio de 2013

Zapatos



  Mi abuela materna Isabel era una persona muy peculiar. Todos la queríamos mucho a pesar de su carácter algo voluble.
  Tenía siete hijos y como le era algo complicado acordarse de la talla de pies que calzaba cada uno ideó un sistema casi infalible para acertar siempre.

jueves, 20 de junio de 2013

Coma



Aquella Semana Santa la pasé en Grañén. Bueno, en una casa de campo que mi abuela tenía cerca de allí. Estaba la casa en mitad del campo, a dos kilómetros del pueblo más cercano y, en aquella ocasión, estábamos allí mi hermana Elena, mis primas Ana e Isabel (que son hermanas) y mi tío Diego y mi tía Berta, que también son hermanos.
Un buen día mis primas y mi hermana se fueron a una paridera cercana donde hasta hace unas semanas había habido ovejas y volvieron llenas de pulgas (yo no recuerdo por qué no fui con ellas).

sábado, 15 de junio de 2013

El tonto del pito.

         Vivo en una calle pequeña de un solo sentido y la velocidad está limitada a 30 kilómetros por hora. En el suelo al principio de la calle hay una gran señal que así lo dice junto al dibujo que advierte que te puedes llevar por delante a un ciclista.
         Todos los días hay un tonto del pito que pasa a toda velocidad y el muy imbécil va pitando cada vez que se aproxima a un paso de cebra.

miércoles, 12 de junio de 2013

Los zapatos de Tomás (o como tuvimos que hacernos cargo del restaurante)

           Mis padres contrataron a Tomás, uno de esos camareros a la antigua, resabiados. Un perro viejo.
         Al principio, como siempre, todo fue bien, pero poco a poco el tipo aquel iba tomando confianza y más cañas cada día.
         La víspera del Pilar todo estaba a punto.

En las dos barras que poníamos abajo, quitando las mesas e instalando una segunda barra supletoria, estábamos Diego, Elena (mi hermana) y Silvia, que era amiga nuestra. Y en la planta de arriba estaba mi padre con dos camareros: Tomás y Lorenzo, que era amigo suyo.
         Tomás aquel día llegó totalmente borracho y estaba montando un lío en la cocina impresionante. Tomaba las comandas sin orden, todas a la vez y por eso la cocina estaba totalmente atascada.
         Cuando hay que dirigir un comedor hay que hacerlo siempre en colaboración con la cocina. Se puede tomar una comanda y preguntar “¿cómo vais?”. Si te dicen que agobiadas les pones algo de picar a los clientes y esperas cinco minutos a que empiecen a subir los platos de alguna mesa para “cantar” la siguiente comanda. Tomás, en vez de hacer esto, comenzó a gritar a las cocineras y a quejarse de lo lentas que iban mientras se sacudía una caña tras otra y las situación era cada vez más tensa, lo que atascaba todavía más la cocina.
         Subí a ver qué pasaba. En aquel momento mi padre le estaba diciendo a Tomás que se fuera a casa, que ya volvería por la tarde, entonces el tipo este montó en cólera y empezó a ir por las mesas diciéndoles a los clientes “mi jefe dice que estoy borrrrracho. ¡Que me haaaagan un análisis ahora miiismo!” y con un papel les decía “firme, firme aquí que no estoy borracho”. Todo esto lo decía a voz en grito y con la boca pastosa. Casi ni se le entendía.
         Por fin mi padre consiguió que se marchara a cambiarse y yo bajé a la cocina para ver si podía echar una mano aunque fuera fregando, para que la cosa se destaponara y allí encontré a Lorenzo, el otro camarero, que también se estaba quejando. Que si vaya cocina, que si sí que va lento esto, que la gente lleva mucho tiempo esperando. Yo le puse la mano en el hombro y la dije: “Lorenzo, por favor, suba arriba que la cocina está haciendo lo que puede y achucharlas no ayuda”. Entonces él se volvió y me dijo: “Me has empujado y a mí no me empuja ni Dios”. Tiró el paño que llevaba y se largó en aquel mismo momento.
         Por suerte Silvia había servido mesas y subió con mi padre y con Elena y entre los tres y con la cocina por fin tranquila sacaron el servicio adelante.
         Estábamos comiendo ya todos, agotados por la tensión, cuando llamaron para hacer una reserva. Entonces nos dimos cuenta de que el libro de reservas no estaba en su sitio. Lo buscamos como locos y lo encontramos entre los manteles sucios. Al abrir por el día doce de octubre para apuntar la reserva nos dimos cuenta de que el hijo puta aquel había arrancado las hojas de las reservas del Pilar y que, por tanto, no podíamos hacer reservas porque ni siquiera sabíamos las mesas que ya teníamos reservadas.
         Mis padres estaban deshechos, porque era el momento de más trabajo del año. Mi padre decía “pues nada, cerramos y a tomar viento”. Luego, con los ánimos más calmados, se decidió que ya no se cogerían más reservas.    Montaríamos el comedor de forma que nos pudiéramos adaptar a las reservas que fueran viniendo y Elena y Silvia se quedarían arriba con mi padre.  Lo hicieron entre los tres de maravilla, pero fue un Pilar durísimo porque las camareras eran novatas y nosotros abajo tuvimos que hacer todo el horario de once a cuatro de la mañana todos los días (recados aparte).
         No sé cómo sobrevivimos, pero después de hacer semejante heroicidad juramos que nunca volvería a entrar un camarero profesional en nuestro negocio. A partir de ese momento trabajamos solo con amigas o amigos de Elena o míos y todo fue de maravilla. Daba gusto trabajar allí y eso fue lo que le dio el carácter al sitio, las personas que trabajaron con nosotros. Inés, Silvia, la otra Silvia, Olga, Elena, Natalia, María Luisa, Javier, Carlos, Rafa, Eva... Seguro que me dejo alguno.
         Al cabo de unas semanas encontramos los zapatos de Tomás en el vestuario. Eran unos zapatos muy buenos y muy caros. No hay que olvidar que los camareros cuidan mucho los pies porque trabajan con ellos. Los bajamos a la cocina. Mi tía Berta no se lo pensó dos veces y dijo: “Pues estos zapatos ya se los daremos a Tomás cuando venga a firmar el finiquito”. Y añadió, “¿no os parece que la cuchilla de la máquina de cortar jamón está un poco vieja? Yo creo que habría que cambiarla, vamos a ver, a ver”. Y sacando los zapatos de la bolsa donde estaban puso uno en la cortadora y empezó a hacer lonchas  de zapato como de un dedo de grosor. Nunca he visto a nadie llorar de risa tanto. Cada vez que caía una loncha negra (fssssssslop, fsssssssplop, fssssssplop), Berta paraba porque no podía seguir de la risa y de las lágrimas que le corrían como ríos y le empañaban las gafas. Luego nos miraba, se secaba y volvía a la carga.
         Todos acabamos llorando de risa, desencajados y tirados por el suelo y la mesa de la cocina. Cuando acabó con el segundo zapato metió los trozos en la bolsa y dijo: “Hala, guárdalo para cuando venga el tío este. Ya le diremos que hemos convertido sus zapatos en calamares en su tinta”. La carcajada general fue tremenda. Creo que en ese momento soltamos toda la tensión que habíamos pasado en esos diez días.

         Tomás vino bastante avergonzado a firmar su finiquito y creo que mi padre tuvo a bien no devolverle sus zapatos.

martes, 11 de junio de 2013

Esquivando a la suerte

         Estaba mi abuela Isabel, que era la madre de mi madre, en Madrid el veintiuno de diciembre cuidando a una de sus hijas que estaba en un hospital porque le habían operado de un problema que tenía en un pie y salió a dar un paseo para despejarse un poco.
         La suerte le llevó a la Plaza Del Sol y, de repente, se encontró por arte de magia en la cola de Doña Manolita. “Pues ya que estoy aquí voy a comprar un número” y se puso a la cola.

domingo, 9 de junio de 2013

La Fiesta

Me hice cargo de la barra del bar de Casa Lac y lo primero, cuando llegaron las fiestas del Pilar, fue ampliar el horario y cambiar el ambiente por la noche para poder tomarnos unas copas con los amiguetes que quisieran venir. El primer año con mi gran amigo Diego H. estuvimos varias semanas grabando unas cintas de casete de 90 y de 120 para la ocasión.
         Por el día mi madre nos obligaba a poner unas cintas terroríficas de salsa que también nos había obligado a grabar (nunca entendimos qué tendría que ver la salsa con las fiestas del Pilar) a las que sobrevivimos no sé muy bien cómo.
         Seguramente aguantamos las diez o doce horas de inmersión caribeña porque luego, a las doce de la noche, retirábamos las banderillas de vinagre, los tacos picantes y los pinchos de tortilla, bajábamos la luz, nos maqueábamos lo que podíamos y nos tirábamos hasta las tantas dándole a las copas todo lo que podíamos.
         La primera vez que montamos aquello a los otros habitantes del edificio no les debió de sentar muy bien, porque empezaron a pasar cosas extrañas en cuanto empezó la fiesta, que fue tremenda.
         Habíamos hecho una olla gigante de sangría para invitar a los amigos y ellos no habían podido resistirse a la llamada de la selva, así que el bar estaba a tope de gente. Nosotros subíamos la música y servíamos sangría. Todo iba sobre ruedas.
         Detrás de la barra había un pasillo que daba a la cocina y mi madre y otras cocineras estaban sentadas en un extremo de este pasillo, recuperándose del día de trabajo, tomando algo fresco o cenando. Las luces del pasillo, las del despacho  y las del almacén comenzaron a encenderse y a apagarse solas. Desde sus sillas y banquetas las cocineras miraban asombradas hacia los interruptores que estaban al final del pasillo. Las puertas estaban abiertas y todas veían con claridad que no había nadie allí. Nos llamaron para que lo viéramos. Yo mismo me acerqué para comprobar que no había nadie que de alguna forma estuviera haciendo la gracia. Allí no había nadie.
         Habíamos dejado la barra sola, así que aunque estábamos alucinados tuvimos que volver a escanciar sangría. Entonces, una balda de cristal donde estaban algunas de las botellas estalló y las botellas cayeron al suelo. Aquellas eran unas baldas de cristal gordas como un dedo y en todos los años que llevábamos allí nunca se había roto ninguna. Fui a recoger los cristales y, para mi sorpresa, noté que estaban calientes. No había ninguna vela ni ninguna fuente de calor cerca. También se apagaron algunas pequeñas lámparas de la barra que, por miedo, no volvimos a encender. Mientras tanto la sangría corría como las aguas del Ganges.        Explotó una segunda balda de cristal y de nuevo al recogerla los trozos estaban calientes. No sabíamos cómo parar aquello, así que se me ocurrió bajar un poco la música y la cosa se calmó en seco.
         Los demás días de las fiestas anduvimos con más cuidado con el volumen. Mi padre, como siempre, compró unas flores que pusimos en un gran jarrón en la barra y a partir de allí nuestra relación con los demás habitantes fue poco a poco a mejor.


viernes, 7 de junio de 2013

Fotos viejas



         Cuando uno echa la vista atrás recuerda personas importantes, sucesos buenos o malos, lugares, viajes, situaciones anecdóticas y épocas determinadas.
         De las épocas por ejemplo se suele recordar un ambiente que las caracteriza, un tipo de luz, gente y cosas del momento, pero todo es muy general, poco concreto, al menos hasta que se empieza a tirar y a tirar del hilo a fondo para llegar a los detalles.
         Pero los momentos concretos se pierden en nuestra memoria, sobre todo esos que, por no ser determinantes, no se quedan grabados con tanta fuerza.
         Es una pena, porque la vida está llena de momentos tranquilos e incluso felices que se pierden por no ser tan “importantes” y son estos precisamente los que merece la pena recordar.
         Afortunadamente, para evitar esta chapuza que hace el cerebro están las fotos viejas. Benditas sean.


         Esta foto me la pasa mi hermana Elena. Ya no me acordaba de que era posible reír así, con esa energía, con esa inocencia y, sobre todo, con esas ganas.