lunes, 11 de noviembre de 2013

Pelando patatas

Hemos cerrado la tienda y de momento no tengo trabajo. Es domingo, mientras tomo un café en una terraza me llama un amigo. Este amigo inauguró un bar hace una semana y fuimos a la fiesta que dio aquel día, por lo visto les ha fallado una camarera. “¿Que si puedo quedar para habar con él? Claro que sí. ¿Qué si puedo entrar a trabajar dentro de una hora? Por supuesto”. Me voy a casa a recoger algunas cosas y me dirijo al bar. Como lo acaban de abrir justo antes de las fiestas del Pilar apenas han tenido tiempo de preparar tapas y las van haciendo casi sobre la marcha. Gabi, que así se llama mi amigo, me presenta a Lucía, la camarera y a Alex, su socio, que además es también el cocinero. 
Es Alex el que necesita más ayuda, así que una vez que ya nos conocemos me lleva a un office (en español “antecocina”) y me sitúa delante de un saco de patatas. A mí siempre me han gustado este tipo de trabajos manuales que requieren la participación de una parte del cerebro, que lo aquietan por medio de los movimientos repetitivos y que dejan la mente ya relajada dispuesta a un tipo de pensamiento sereno.
Desde mi cubículo oigo partes de conversaciones mezcladas con risas, gritos y con la bocina que mis nuevos compañeros tocan cuando alguien deja “boooote”, a lo que sigue un “Que nos vamos a Cubaaa” que recitan con guasa una y otra vez.
Las voces me transportan a momentos de mi vida en los que he estado adormilado. Me recuerdan las voces que escuchaba a lo lejos cuando estuve en coma, pero sobre todo me dejan tiempo para estar tranquilo.
Yo pelo patatas y las voy cortando unas veces cuadradas para las bravas y otras en lonchas finas para hacer huevos rotos. Pelo, corto, pelo, corto y me siento por fin en paz.

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