Mis padres
contrataron a Tomás, uno de esos camareros a la antigua, resabiados. Un perro
viejo.
Al principio,
como siempre, todo fue bien, pero poco a poco el tipo aquel iba tomando
confianza y más cañas cada día.
La víspera del
Pilar todo estaba a punto.
En las dos barras que poníamos abajo, quitando las
mesas e instalando una segunda barra supletoria, estábamos Diego, Elena (mi
hermana) y Silvia, que era amiga nuestra. Y en la planta de arriba estaba mi
padre con dos camareros: Tomás y Lorenzo, que era amigo suyo.
Tomás aquel
día llegó totalmente borracho y estaba montando un lío en la cocina
impresionante. Tomaba las comandas sin orden, todas a la vez y por eso la
cocina estaba totalmente atascada.
Cuando hay que
dirigir un comedor hay que hacerlo siempre en colaboración con la cocina. Se
puede tomar una comanda y preguntar “¿cómo vais?”. Si te dicen que agobiadas
les pones algo de picar a los clientes y esperas cinco minutos a que empiecen a
subir los platos de alguna mesa para “cantar” la siguiente comanda. Tomás, en
vez de hacer esto, comenzó a gritar a las cocineras y a quejarse de lo lentas
que iban mientras se sacudía una caña tras otra y las situación era cada vez
más tensa, lo que atascaba todavía más la cocina.
Subí a ver qué
pasaba. En aquel momento mi padre le estaba diciendo a Tomás que se fuera a
casa, que ya volvería por la tarde, entonces el tipo este montó en cólera y
empezó a ir por las mesas diciéndoles a los clientes “mi jefe dice que estoy
borrrrracho. ¡Que me haaaagan un análisis ahora miiismo!” y con un papel les
decía “firme, firme aquí que no estoy borracho”. Todo esto lo decía a voz en
grito y con la boca pastosa. Casi ni se le entendía.
Por fin mi padre
consiguió que se marchara a cambiarse y yo bajé a la cocina para ver si podía
echar una mano aunque fuera fregando, para que la cosa se destaponara y allí
encontré a Lorenzo, el otro camarero, que también se estaba quejando. Que si
vaya cocina, que si sí que va lento esto, que la gente lleva mucho tiempo
esperando. Yo le puse la mano en el hombro y la dije: “Lorenzo, por favor, suba
arriba que la cocina está haciendo lo que puede y achucharlas no ayuda”. Entonces
él se volvió y me dijo: “Me has empujado y a mí no me empuja ni Dios”. Tiró el
paño que llevaba y se largó en aquel mismo momento.
Por suerte
Silvia había servido mesas y subió con mi padre y con Elena y entre los tres y
con la cocina por fin tranquila sacaron el servicio adelante.
Estábamos comiendo
ya todos, agotados por la tensión, cuando llamaron para hacer una reserva.
Entonces nos dimos cuenta de que el libro de reservas no estaba en su sitio. Lo
buscamos como locos y lo encontramos entre los manteles sucios. Al abrir por el
día doce de octubre para apuntar la reserva nos dimos cuenta de que el hijo
puta aquel había arrancado las hojas de las reservas del Pilar y que, por tanto,
no podíamos hacer reservas porque ni siquiera sabíamos las mesas que ya
teníamos reservadas.
Mis padres
estaban deshechos, porque era el momento de más trabajo del año. Mi padre decía
“pues nada, cerramos y a tomar viento”. Luego, con los ánimos más calmados, se
decidió que ya no se cogerían más reservas. Montaríamos
el comedor de forma que nos pudiéramos adaptar a las reservas que fueran viniendo
y Elena y Silvia se quedarían arriba con mi padre. Lo hicieron entre los tres de maravilla, pero fue un Pilar
durísimo porque las camareras eran novatas y nosotros abajo tuvimos que hacer
todo el horario de once a cuatro de la mañana todos los días (recados aparte).
No sé cómo
sobrevivimos, pero después de hacer semejante heroicidad juramos que nunca
volvería a entrar un camarero profesional en nuestro negocio. A partir de ese
momento trabajamos solo con amigas o amigos de Elena o míos y todo fue de
maravilla. Daba gusto trabajar allí y eso fue lo que le dio el carácter al
sitio, las personas que trabajaron con nosotros. Inés, Silvia, la otra Silvia,
Olga, Elena, Natalia, María Luisa, Javier, Carlos, Rafa, Eva... Seguro que me
dejo alguno.
Al cabo de
unas semanas encontramos los zapatos de Tomás en el vestuario. Eran unos
zapatos muy buenos y muy caros. No hay que olvidar que los camareros cuidan
mucho los pies porque trabajan con ellos. Los bajamos a la cocina. Mi tía Berta
no se lo pensó dos veces y dijo: “Pues estos zapatos ya se los daremos a Tomás
cuando venga a firmar el finiquito”. Y añadió, “¿no os parece que la cuchilla
de la máquina de cortar jamón está un poco vieja? Yo creo que habría que
cambiarla, vamos a ver, a ver”. Y sacando los zapatos de la bolsa donde estaban
puso uno en la cortadora y empezó a hacer lonchas de zapato como de un dedo de grosor. Nunca he
visto a nadie llorar de risa tanto. Cada vez que caía una loncha negra (fssssssslop,
fsssssssplop, fssssssplop), Berta paraba porque no podía seguir de la risa y de
las lágrimas que le corrían como ríos y le empañaban las gafas. Luego nos
miraba, se secaba y volvía a la carga.
Todos acabamos
llorando de risa, desencajados y tirados por el suelo y la mesa de la cocina.
Cuando acabó con el segundo zapato metió los trozos en la bolsa y dijo: “Hala,
guárdalo para cuando venga el tío este. Ya le diremos que hemos convertido sus
zapatos en calamares en su tinta”. La carcajada general fue tremenda. Creo que en
ese momento soltamos toda la tensión que habíamos pasado en esos diez días.
Tomás vino
bastante avergonzado a firmar su finiquito y creo que mi padre tuvo a bien no
devolverle sus zapatos.