Cuando uno va a vivir a una casa
tan antigua lo primero que piensa es, ¿habrá fantasmas? En nuestro caso ya lo
sabíamos porque antes de ir a vivir allí nosotros ya había vivido antes mi tía
y ya llevábamos muchos años trabajando en aquella casa. Había fantasmas. Lo que
no estaba claro era cuántos ni por dónde.
La cuestión de compartir el
espacio con más gente de la que crees que hay es sencilla. Basta con dar las
gracias si se te abre la puerta, que la gente se merece un respeto, poner flores,
que les gustan mucho y, si por alguna causa molestan, pedir por favor que paren
con un “¡Hala venga, deja ya de hacer ruido, por favor, que mañana tengo muchas
cosas que hacer!” o algo parecido y sobre todo —y
esto es lo más importante— no andar
jodiéndoles con Curas, psicofonías, exorcismos y demás majaderías, que al fin y
al cabo ellos están en su casa y ellos la vieron antes.
Todas estas cosas cuando eres
novato no las sabes así que, cuando la luz empezó a fluctuar misteriosamente,
las puertas y los cajones a abrirse sin mediación alguna y el montaplatos a
subir y bajar solo mientras las luces se encendían y apagaban solas mi padre,
que nunca había creído en semejantes cosas, se fue a hablar con el párroco de
San Gil, que para su sorpresa se tomó el asunto muy en serio, hasta tal punto
que le pidió unos días a mi padre para poder consultar con el Diácono del
Pilar. Realizadas las consultas un día quedó con mi padre, al que acompañaban
otros adultos que tenían curiosidad en el tema y, con una estola que él nunca
había visto, fue recitando unas salmodias especiales para la ocasión mientras
iba echando agua bendita, que llevaba en un balde grande rojo de plástico que
le habíamos dejado porque el edificio en total tenía ocho plantas (o nueve si
contábamos un pasadizo que moría en una cúpula llena de escombros) y hacía
falta mucha agua bendita.
Parece que lo que sea que
hubiera allí se cabreó mucho y no le faltaba razón. Al fin y al cabo, ¿quiénes
eran esos tipos para llevarle un párroco y además decirle lo que tenía que
hacer? Aquella misma noche mi padre, que no había estado enfermo en treinta
años, cogió un gripazo de los gordos y, además, le robaron el coche.
A partir de esa noche los
episodios extraños se multiplicaron, por ejemplo, el montaplatos que unía el
bar con el restaurante que estaba en el primer piso empezó al día siguiente a
subir y a bajar solo cada vez más rápido hasta que se empotró en la parte de
arriba, en la viga que lo sostenía, como si quisiera subir más y más arriba.
Cuando los técnicos del montacargas vinieron a arreglarlo no salían de su
asombro. Nos dijeron que aquello era imposible. Que un ascensor se puede quedar
atascado, caerse... Pero es imposible que “se pase de parada”, es decir, si
tiene dos paradas, arriba y abajo, no puede ser que intente seguir subiendo o
bajando más allá de las paradas que tenga.
Por suerte con los años
aprendimos a respetarles y así conseguimos que ellos también nos respetaran a
nosotros.
Así que, si vas a vivir a una
casa antigua compórtate, lleva unas flores y respeta a la gente.
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