sábado, 25 de mayo de 2013

Un servicio de comidas de infarto.

     En aquel restaurante, donde vivíamos y trabajábamos, ocurrían cosas de lo más absurdas. Un día, a la hora de comer, no sé por qué razón alguien de la familia acudió con unos gitanos, a los que había reclutado por el barrio, para que, a cambio de una propina, bajasen y se llevasen a un vertedero los escombros que habían salido de la reforma del edificio.

         La reforma afectaba a las tres plantas superiores de la casa y los sacos de escombros estaban colocados de dos en dos, o de tres en tres en cada uno de los peldaños de las escaleras de estos pisos... Nunca he entendido cómo no se fue abajo toda la escalera.
         Como el trabajo, no sé muy bien por qué, había que hacerlo mientras se daban las comidas (algo totalmente absurdo, porque se podía haber hecho de 17 a 20 sin molestar a nadie), se dispuso un biombo para molestar lo mínimo posible a los comensales que ocupaban las dos plantas de abajo y así se iban bajando los sacos que los chicos, que no se quitaron ni un segundo las chupas de cuero a pesar de estar en una primavera algo calurosa, iban sacando por la puerta trasera y colocando después en una "fragoneta" que iba haciendo viajes.
         Al lado de la puerta trasera se encontraba la cocina y aquel día andaban muy atareadas las pobres. En esa cocina hacía además, siempre, un calor espantoso. En verano los termómetros, que normalmente tienen una temperatura máxima de 60 grados, explotaban literalmente y las cocineras, entre las que se encontraba mi madre, aguantaban a base de cafés con hielo y bebidas isotónicas que ingerían sin parar. Estaban en estas, con la cocina a tope, cuando se presentó por la puerta trasera, peligrosamente abierta para facilitar la salida de la enrona, un peluquero, que después resultó ser amigo de Mariano, uno de los camareros y le preguntó a mi madre así, a bote pronto, como si fuera normal colarse por la puerta de atrás de un restaurante en pleno servicio.... “¿Alguien para cortarse el pelo?” Mi madre, que ya estaba curada de espanto, sin inmutarse y para aprovechar aquel feliz encuentro, y con el espíritu colaborativo que le caracteriza, le contestó, "Hombre, si alguien quiere, que vayan subiendo por turnos a la terraza, que total, ya está abierta porque están los gitanos de las chupas de cuero llevándose los escombros y allí, que hay manguera y todo, a los que quieran, les vaya usted cortando el pelo".         Así que allí, en la terraza, con manguera y todo, se fueron cortando el pelo, por turnos, primero los camareros y después los gitanos, esos sí, sin quitarse las correspondientes chupas de cuero. Parecía que con los escombros, los gitanos de las chupas de cuero, con el peluquero ambulante y la peluquería clandestina, con manguera y todo, que en un momento se había montado en la terraza, todo ello en mitad de un follón acojonante de comandas y de platos, primeros, segundos, tapas y postres yendo y viniendo, se había cubierto el cupo de surrealismo diario, por lo menos hasta la noche, pero fue precisamente entonces cuando un señor árabe entró en tropel y le colocó a mi madre, en la mesa donde estaba emplatando en ese momento unos pimientos rellenos, dieciocho bonsáis, sí, dieciocho bonsáis al grito de “¡Señoooooora... Mire que hermosuuuuraaa! ¡Cuántos le deeeejo señooooraa!”. Ante esto mi madre contestó sin inmutarse "Gracias señor, pero es que no me gustan los bonsáis y ya tengo muchas plantas en casa".
         A veces, cuando comentamos aquel sucedido le preguntamos a mi madre “¿Y no te pareció todo... un poco raro, mamá? Sobre todo lo de los bonsáis”. Y ella siempre nos contesta "Es que yo ahora lo pienso y me parece alucinante que en aquel momento me pareciera normal, porque… eso no es normal, ¿verdad?”.

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