La
reforma afectaba a las tres plantas superiores de la casa y los sacos de
escombros estaban colocados de dos en dos, o de tres en tres en cada uno de los
peldaños de las escaleras de estos pisos... Nunca he entendido cómo no se fue
abajo toda la escalera.
Como
el trabajo, no sé muy bien por qué, había que hacerlo mientras se daban las
comidas (algo totalmente absurdo, porque se podía haber hecho de 17 a 20 sin molestar a nadie),
se dispuso un biombo para molestar lo mínimo posible a los comensales que
ocupaban las dos plantas de abajo y así se iban bajando los sacos que los
chicos, que no se quitaron ni un segundo las chupas de cuero a pesar de estar
en una primavera algo calurosa, iban sacando por la puerta trasera y colocando
después en una "fragoneta" que iba haciendo viajes.
Al
lado de la puerta trasera se encontraba la cocina y aquel día andaban muy
atareadas las pobres. En esa cocina hacía además, siempre, un calor espantoso.
En verano los termómetros, que normalmente tienen una temperatura máxima de 60
grados, explotaban literalmente y las cocineras, entre las que se encontraba mi
madre, aguantaban a base de cafés con hielo y bebidas isotónicas que ingerían
sin parar. Estaban en estas, con la cocina a tope, cuando se presentó por la
puerta trasera, peligrosamente abierta para facilitar la salida de la enrona,
un peluquero, que después resultó ser amigo de Mariano, uno de los camareros y
le preguntó a mi madre así, a bote pronto, como si fuera normal colarse por la
puerta de atrás de un restaurante en pleno servicio.... “¿Alguien para cortarse
el pelo?” Mi madre, que ya estaba curada de espanto, sin inmutarse y para aprovechar
aquel feliz encuentro, y con el espíritu colaborativo que le caracteriza, le
contestó, "Hombre, si alguien quiere, que vayan subiendo por turnos a la
terraza, que total, ya está abierta porque están los gitanos de las chupas de
cuero llevándose los escombros y allí, que hay manguera y todo, a los que
quieran, les vaya usted cortando el pelo". Así que allí, en la terraza, con manguera y todo, se fueron
cortando el pelo, por turnos, primero los camareros y después los gitanos, esos
sí, sin quitarse las correspondientes chupas de cuero. Parecía que con los
escombros, los gitanos de las chupas de cuero, con el peluquero ambulante y la peluquería
clandestina, con manguera y todo, que en un momento se había montado en la
terraza, todo ello en mitad de un follón acojonante de comandas y de platos,
primeros, segundos, tapas y postres yendo y viniendo, se había cubierto el cupo
de surrealismo diario, por lo menos hasta la noche, pero fue precisamente
entonces cuando un señor árabe entró en tropel y le colocó a mi madre, en la
mesa donde estaba emplatando en ese momento unos pimientos rellenos, dieciocho
bonsáis, sí, dieciocho bonsáis al grito de “¡Señoooooora... Mire que
hermosuuuuraaa! ¡Cuántos le deeeejo señooooraa!”. Ante esto mi madre contestó
sin inmutarse "Gracias señor, pero es que no me gustan los bonsáis y ya tengo
muchas plantas en casa".
A
veces, cuando comentamos aquel sucedido le preguntamos a mi madre “¿Y no te
pareció todo... un poco raro, mamá? Sobre todo lo de los bonsáis”. Y ella
siempre nos contesta "Es que yo ahora lo pienso y me parece alucinante que
en aquel momento me pareciera normal, porque… eso no es normal, ¿verdad?”.
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