La partida de ajedrez nocturna me había desvelado, María se fue a la cama y yo salí a contemplar la tormenta de verano al porche de la cabaña, acariciando en el interior de mi mano derecha el caballo de negras con el que acababa de perder.
Un tremendo haz de luz me cegó y me desplomó, envuelto en mi fino pijama que ardía, sobre el suelo de madera, donde perdí el conocimiento. Me desperté dos días después en el hospital, respirando en una nube de olor a hollín y a carne quemada, y de médicos que estudiaban fascinados mi caso. Todavía no podía hablar, me ardía la garganta y tenía la lengua tan inflamada que apenas podía tragar mi propia saliva, por suerte estaba muy sedado por la morfina. En medio de la nebulosa que esta droga me causaba, María se preocupó de contarme que me había caído encima un rayo, que ella apago las llamas que me envolvían y que me reanimó como mejor supo, que me trasladaron al hospital en ambulancia, que por suerte llevaba puestas las zapatillas de estar en casa y que eso, probablemente, me había salvado la vida. Me explicó que aquellos horribles dibujos rosáceos en forma de árbol que me recorrían el cuerpo, eran mis vasos capilares que se habían dilatado por la descarga, y que en unos días las marcas desaparecerían. Además de eso sólo tenía algunas heridas y las quemaduras que me había provocado la ropa ardiendo. Los pequeños puntitos negros que tenía mi piel eran también quemazos, los de mi propio sudor, cuyas gotas, al hervir sobre la piel me habían escaldado todas esas zonas como si me las hubiesen abrasado con la tea de un cigarrillo.
No era raro que me doliera todo el cuerpo, que te alcance un rayo es como si se te aplastara un edificio, por suerte este me había atravesado entrando en mi cuerpo por la mano derecha y saliendo por el pie del mismo lado, por eso tenía esos agujeros en ambas extremidades bajo las vendas. Mi salvadora me dijo también que no me preocupara, que era un milagro que hubiera sobrevivido y que lentamente me recuperaría, como así acabo siendo. Después de escuchar todo aquello con toda la atención de la que era capaz, volví la mirada hacia la mesilla y allí estaba, algo chamuscado, y como yo magullado, mi caballo de negras, que los médicos habían conseguido despegar de mis dedos.
María me dejó un año después, cuando vio que mi rehabilitación física llegaba a su fin, y todavía hoy a pesar de haber pasado más de treinta años la recuerdo, y llevo conmigo siempre que puedo, en la mano derecha esta pieza de ajedrez. La llevo encima igual que llevo las gafas, las llaves de casa, la cartera, el teléfono o el inhalador del asma. Algo hace que este caballo me de seguridad, él hace que me serene en los días de tormenta, y a la vez me une a ese momento crucial en el que todo cambió por casualidad en un solo instante.
Una parte de mi, de mi mente, se quedó para siempre atrapada en aquella cabaña, con la tormenta, con el pijama en llamas, con el rayo, con la partida perdida y con el caballo de negras.
Ojo cuando te cae un rayo. Sé de casos en los que los afectados han desarrollado superpoderes.
ResponderEliminarY si demás les pica un bicho radiactivo ni te cuento.
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