jueves, 7 de abril de 2016

Sapos.



 Cuando me dijeron que bajara lo tenían todo preparado. En el lavadero de la casa del pueblo había varios envases de insecticida a presión, mecheros y sobre todo mucho espacio y un suelo de cemento.
Los sapos los habían cazado la noche anterior y estaban en una caja de zapatos donde apenas cabían los dos.

  Yo no tenía ni idea de aquel asunto y como era el pequeño de los tres me quedé atrás observando.
Sacaron un sapo de la caja y lo dejaron en el suelo. El pobre animal caminaba lo más deprisa que su cuerpo le permitía hacia la puerta del patio que estaba abierta.

  Cuando comenzó a coger velocidad y para que no escapara a su innoble destino, ni se escondiese debajo de algún mueble de donde luego fuera difícil sacarlo, ellos armados de insecticida y mecheros encendieron estos y aplicaron a la llama, desde una distancia prudencial, una ráfaga de insecticida que al entrar en contacto con la el fuego, se convirtió en un gran llamarada que dirigieron al lomo del pobre animal.

  Saboreaban su hazaña cuando el sapo tras correr lleno de dolor, se quedó por fin quieto.

  Ellos ya sabían que el bicho se hacía el muerto en un último e inútil esfuerzo por escapar y se reían con una crueldad que helaba el alma, uno de los dos dijo "pero si ya está cocido por dentro" y volvieron a reír.

  Tras un rato de seguirle la corriente a su víctima, arreciaron con el fuego y el sapo volvió a correr de nuevo, lo que produjo en aquellos salvajes nuevas risotadas.

  Me preguntaron si quería participar en aquello ofreciéndome insecticida y mechero, como quien ofrece un trozo de un gran pastel.

  Dije que no, naturalmente, yo también estaba sufriendo con la visión y el olor de semejante atrocidad y aquellos escrúpulos míos también les parecieron divertidos.

  El animal tras varios minutos de nueva tortura cayó muerto. Por fin dejó de sufrir.

  Sacaron entonces el otro sapo y cuando comenzó la segunda tanda de barbarie, sin que se dieran cuenta, salí de allí  corriendo y tras dejar atrás la puerta del lavadero y de la casa, seguí corriendo hasta que encontré un rincón solitario para poder echarme a llorar.

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