Cuando no se ve a nadie en el exterior con quien caminar, y cuando el exterior, a falta de vida presente, le conecta a uno con el pasado sin remedio, lo único que tiene sentido es comenzar el viaje en la única dirección posible: hacia el interior.
Allí uno bucea entre fabulosos animales fantásticos, hasta que un golpe en la espalda, de una corriente fría, lo empuja definitivamente hacia el fondo donde se queda, como una criatura abisal más, con su propia luminiscencia en medio de la profunda oscuridad marina, sin poder volver nunca más a la celeste superficie.
Una vez allí, vive, y sólo le queda el consuelo de que su actividad, sus deshechos, su propio cadáver envuelto por el limo y enviado por la gravedad hacia el centro del planeta, sea el combustible con el que la vida seguirá, como pueda, avanzando.
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