Bajo un Sol negro de negra luz, la ballena azul había perdido su color, y con él su nombre, y aunque durante la noche todo volvía a la normalidad, a lo largo del día su blanca panza se tornaba fosforescente, y su propia luminiscencia le perseguía como un inconcebible sombra. También las barbas, al abrir las fauces, refulgían cegando al animal y dejándolo al borde de la locura.
Al principio su instinto le guió hacia las frías aguas del Polo Norte, donde las noches se alargaban, tanto que a ella le parecían estaciones. Pero la falta de oscilación lumínica, aunque esta virara de la oscuridad a la luz negra, le provocaba insomnio y un agotamiento tan extremo, que decidió volver a regiones ecuatoriales, buscando el reposo y el sueño.
Poco a poco, según avanzaba, recuperaba alguna fuerza, y algo más esperanzada nadó con ahínco, mas al acercarse a aguas cálidas se dio cuenta, demasiado tarde, de que su barriga luminosa era una inequívoca señal que le ponía en peligro frente a los grupos de hambrientos tiburones, a los que los la súbita mutación de la estrella, había vuelto más hambrientos y agresivos.
Así cuando el dolor de las primeras dentelladas llegó a su cerebro tomó la decisión, se dejó caer el el abismo marino, donde al llegar pudo ver los esqueletos de otros cetáceos, y de otras múltiples especies, que recién fallecidas todavía centelleaban en la profunda oscuridad.
Dejó escapar entonces por su espiráculo la última gran burbuja de aire, para por fin abandonar la consciencia y la propia vida, en un eterno descanso.
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