jueves, 5 de diciembre de 2013

La Mancha



Una mañana Axl, al salir de la ducha con el pelo mojado y retirado hacia atrás, descubrió que tenía una mancha verde en la oreja derecha, justo en la parte superior del pabellón auditivo. Pensó en que las sábanas podían haber desteñido, pero las sábanas no eran nuevas y además eran blancas. Las toallas eran amarillas. No tenía ningún champú ni jabones nuevos. Intentó quitarse la mancha frotando con la esponja y con jabón. Se frotó también con la parte áspera de la esponja pero solo consiguió enrojecer el resto de la oreja. La mancha verde seguía allí. Se peinó como pudo y con bastante buen resultado, cambiándose la raya de lado y gracias a su melena corta, logró esconder la mancha de forma que nadie notara que la tenía.
Pasaron los días y con este cambio de peinado la mancha desapareció de su vista y casi de su conciencia hasta que, al cabo de un mes, la mancha comenzó a oler. Al principio era un olor dulzón y después comenzó a oler claramente a podrido.
Los compañeros de trabajo y la gente por la calle se volvían extrañados cuando pasaban a su lado. No sabían muy bien qué pasaba con aquel tipo que desprendía semejante pestilencia y les extrañaba sobre todo que el aroma no fuera coherente con su buena planta, con su traje y con su aspecto aseado e incluso pulcro.
Las colonias que compraba, aunque eran intensas, no mitigaban la peste.
Confesó su problema a un amigo, que en realidad ya estaba al tanto de la situación —las noticias vuelan y más si son de esta clase— y su amigo le recomendó un dermatólogo que según él era un genio y «para este problema se necesita un genio».
Nuestro héroe se dirigió a la consulta del médico y antes de que el paciente pudiera siquiera abrir la boca el dermatólogo dijo:

—El síndrome del Queso de Cabrales.
—¿Cómo?
—La oreja, ¿verdad? La mancha verde en la parte superior del pabellón auditivo derecho. Lo siento amigo, esto no tiene un cura fácil de creer.
—Haré lo que sea.
—¡Ja, ja!—, rió el doctor. —Eso es lo que dicen todos, pero luego no quieren ustedes escuchar lo que les digo.
—No me maltrate así, no sabe lo que es esto.
—Sí, sí que lo sé. Se lo aseguro. Precisamente por eso sé que lo que tengo que decirle ahora no va a gustarle nada, nada. Tiene usted el Síndrome del Queso de Cabrales y cuanto antes lo acepte menos lesiva será su cura. Está usted convirtiéndose en un Queso de Cabrales. La putrefacción pronto se extenderá a toda la oreja. Debe usted hacerme caso, antes de que sea tarde.
—Dígame por favor lo que tengo que hacer.
—Muy bien. Tiene que comerse su propio trozo de oreja con pan de centeno y mermelada de higos.
—¡No me joda!
—No, yo no le jodo. Lo que le jode es el síndrome del Queso de Cabrales, pero todavía puede evitar una muerte horrible. Ahora aún puede comerse su propio trozo de oreja y seguir adelante con su vida, con el pelo tal y como lo lleva nadie notará nada.
—¿Y si no lo hago?¿Y si no pudiera?
—Su oreja entera se pudrirá y cuando por fin se la acabe comiendo le quedará un boquete horrible que de ninguna manera podrá tapar. Después vendrá la depresión y luego el suicidio y, si no es capaz de ingerir su propia oreja, el moho seguirá avanzando. Pronto se dará cuenta de que no puede comerse su propio cuello sin desangrarse. No puede uno comerse su propia cabeza y vivir para contarlo, amigo.

El hombre no salía de su asombro. Espantado y al borde del vómito dijo:
—Adelante doctor, lo haré. Pero, ¿por qué debo comérmela? 
—Debe comérsela para crear anticuerpos y evitar que el síndrome se pueda reproducir en la otra oreja más adelante.
—¿Y la mermelada de higos? ¿Y el pan de centeno? ¡Eso es absurdo!
—Intente si quiere comérsela a palo seco y recordará el sabor de su oreja podrida para siempre, lo tendrá tan presente en sus papilas gustativas que cualquier cosa que coma le recordará ese momento. La mermelada de higos camuflará el sabor y el pan de centeno le ayudará a hacer mejor la digestión. Ya ve que estoy en todo, confíe en mí, no tiene otra salida y, créame, solo será un momento.

Al día siguiente el médico y el paciente llevaron a cabo la siniestra operación y nuestro amigo siguió con su vida y con sus peinados. Pronto dejó de usar colonias fuertes y sus compañeros de trabajo olvidaron en poco tiempo el incidente del olor sin sospechar nunca su verdadera naturaleza.
De la mancha ya ni peinándose se acuerda, pero de vez en cuando sueña con que le vuelve a salir, en la oreja izquierda.
Al parecer todo sigue su curso en el cerebro, a veces sin que nos demos cuenta y otras veces en nuestros sueños. Todo, hasta la más pequeña mancha deja allí, queramos o no, su huella.

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