Hace tiempo, en
la Calle Mártires, había una señora con poco pelo a la que por alguna razón le
gustaba meter gallinas vivas en el pequeño escaparate de la relojería que
regentaba. En la calle Osaú tenía también un pequeño almacén. Se trataba de uno
de los cuatro o cinco locales que algún genio había dejado construir adosados a
la Iglesia de San Gil. Eran casi casetas que afeaban el lateral de la Iglesia y
su torre Mudéjar.
Lo de esta
mujer con los animales era tremendo. En este pequeño local tenía encerrado un
caballo al que paseaba algunas noches de la brida. Entonces yo, desde mi cama,
oía los cascos del caballo repicando contra las baldosas de las calles
peatonales.
Una vez que lo
sacaba de este habitáculo y el pobre animal podía por fin disfrutar de aire
fresco ya no quería volver a entrar porque, una vez dentro, apenas podía
moverse.
Un buen año se
rehabilitó la iglesia y se ordenó demoler los locales adosados a ella, pero la
historia de la señora de las gallinas y de su caballo acabó mucho antes. Una
noche llegó la policía alertada por los vecinos. Yo oía a la señora gritar: «¡Que me
quitan el caballo! ¡Ladrones, mi caballo!». Y al escuchar estos
gritos tan profundos y desgarradores se me encogió el corazón porque me di
cuenta de que en ese preciso momento aquella señora se estaba quedando
totalmente sola en el mundo.
A la mañana
siguiente me enteré de que el caballo llevaba al menos cuatro días muerto.
Han pasado
muchos años y alguna vez me cruzo con la señora del caballo, con menos pelo,
más ajada, sin su tienda, sin sus gallinas y sin su caballo.
Ella va
paseando de aquí para allá por el barrio, con la mirada perdida en su mundo, en
su pasado.
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