La primera vez
que me rapé el pelo lo hice sin saber muy bien por qué. Era un crío y quería
llamar la atención, o algo así.
Recuerdo el
tremendo grito que profirió mi madre cuando me vio y el coñazo que me dio
durante años; primero por habérmelo cortado, segundo para que de alguna forma
ocultara mi «error» por medio de sombreros y gorras y, ya más tarde, tuvo el resto de
la vida para recordármelo a mí, a mis amigos, a mis novias y a todo el que se
le pusiera por delante.
Mi madre era
una persona testaruda, de ideas fijas y cuando una idea o una impresión como el
susto que se llevó cuando volví de la peluquería con la cabeza brillante como
una bola de billar se fijaban en su mente, lo hacía para siempre jamás.
Mi madre iba y
venía de una de estas ideas a otra dependiendo de las circunstancias. Era
bastante fácil que muchas de estas ideas fueran susceptibles de ser utilizadas
en diferentes situaciones. Si aparecía una famosa con un nuevo peinado ella se
acordaba de mi corte de pelo, si iba a la peluquería se acordaba de mi corte de
pelo, si alguien tenía cáncer y se le caía el pelo también, cómo no, ella se
acordaba de mi corte de pelo y por supuesto me lo decía.
Hoy hace un mes
que murió mi madre y he vuelto a cortarme el pelo.
Es bastante difícil
meterse dentro de la propia cabeza y en cualquier cabeza pero yo diría que lo
he hecho para cerrar un círculo, para dejar todo lo superficial a un lado, para
dejar de preocuparme por algo aunque sea por una sola cosa, por el pelo, para
sentir el viento de nuevo en mi cabeza después de tantos años y refrescarme,
para reconocerme por fin a mí mismo en mi forma más pura, más concreta, más
rotunda, sin añadiduras.
Paro bajo los
árboles a escuchar a los pájaros y lo que oigo es el tráfico. Me tumbo en un jardín
y espero, espero, espero.
¿Es eso lo que
me queda? ¿Esperar a reunirme con mi madre? Qué desesperanza.
He tenido una
vida exteriormente poco productiva. Nada de hijos, pocos éxitos profesionales y
después, o siempre, la soledad.
Hace tiempo que
dejé de esperar a que nada nuevo sucediera. Seguramente la eterna perorata de
mi madre grabó en mi cerebro una estructura de su pequeño y limitado universo
de la que ya nunca he podido sustraerme.
¿Qué iba a pasar de nuevo?
¡Nada nuevo
bajo el Sol!
Mi madre era
experta en “Estarse”.
—¿Qué haces allí sentada,
mamá?
—Nada hijo, ¿qué voy a
hacer? Estarme.
Pero esa
quietud no era paz, era solo falta de actividad. Tedio y capacidad para manejar
el propio hastío. Creo que el propio aburrimiento se cansaba de mi madre y la
dejaba allí sola, la dejaba «estarse».
Ahora mi madre
ya no podrá «estarse» más. Mi madre ha muerto y yo, en señal de duelo, hoy, que hace un
mes, me he cortado el pelo.
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