Salgo en enero a tomar mi dosis de sol y de vitaminas y me veo de pronto sentado, qué tremenda imprudencia, en uno de los marmóreos bancos que están estratégicamente colocados fuera de la marquesina de la parada del tranvía de la Plaza de España, para que nadie pueda descansar ni sentarse , ni resguardarse cómodamente si llueve, ni dormir a cubierto, ni nada.
Pasan ante mí una pandilla de tres ancianos que gracias a su mayor experiencia en bancos, evitan sentarse y se dirigen de seguro a cubierto. Siento hacia ellos una envidia insana, sobre todo cuando los veo con sus pantalones de pana, con sus chaquetas de anciano de cremallera y cuello largo color marengo que les pega con todo, con sus cálidos calzados y sus abrigos de anciano, ligeros y a la vez amorosos como ninguno, ay, qué bien equipados van, y cuánto me queda por aprender.
Hace un frío que pela y empiezo a sufrirlo más cuando noto que mi escroto se va contrayendo por el frío y después pegándose a la ropa interior helada con la que empieza a formar una especie de placa de hielo, que se adhiere al fin al pantalon vaquero. Antes de que toda esta gélida masa que mis bajos comienzan a formar se pegue al muy inhospito banco, me levanto y entro en un centro comercial en busca de mi propia chaqueta de anciano, de cremallera de cuello alto, color gris marengo que pega con todo, y cual es mi sorpresa cuando la depedienta me dice que no quedan, así que picado por esta envidia que me carcome visito otro centro comercial con el mismo resultado.Lleno de una rabia ya considerable, desciendo por la calle San Miguel donde hay una tienda de ropa de anciano y donde cueste lo que cueste podré adquirir la mía.
- ¿Cómo puede ser que no haya en ninguna parte algo tan básico como una chaqueta de anciano de cremallera de cuello alto de color marengo que pega con todo? le pregunto al borde de las lágrimas a la muy amable dependienta que me atiende en este último establecimiento
- Uy, basta que la busques para que no la encuentres, contesta ella muy pita.
Y qué razón tiene la señora, aunque comienzo a sospechar que es por culpa de los demás ancianos, más expertos y avezados, que no quedan chaquetas de punto color gris marengo
Al borde de la desesperación, y todavía con los bajos en estado sólido y gélido, decido ir a una cafetería cercana, sé que en ella hay sillas con cojines para conjurar esta sensación que desde lo más primitivo de mi ser y aderezada con mi envidia y mi desesperación, está acabando por congelar mi alma.
Entro allí no sin dificultad, pues la placa dificulta hace rato mis movimientos y veo que las demás personas no les pasa lo mismo, no parece que lleven un adoquín dentro de la ropa interior bajo los genitales, y la verdad, me alegro por ellos, y por ellas.
Una vez con mis cuartos traseros asentados sobre el mullido calor y desprovisto del frío, levanto la mirada y los veo allí, a los ancianos, que no contentos con ir tan abrigados los muy, se están pimplando unos chocolates calientes con churros, mi ánimo se desploma, ay yo que me creía listo, pero tras unos segundos de zozobra llamo al camarera y le digo
- Camarera, por favor, tráigame dos chololates y dos docenas de churros
- ¿No será mucho? sonríe ella
- La mitad son para mí y la otra mitad para el frío que hace
- Muy bien pensado, se ríe, ya llegará la operación biquini en mayo ya
- No, no, no crea, cuando sea un hombre bueno aunque más gordico tendré más cuerpo para amar, y no siempre menos es más, y menos en el amor.
Ella se carcajéa, me trae el pedido y desaparece entre la manada de clientes que siguen entrando en el bar. Yo me quedo allí sonriendo ante semejante felicidad suprema ante la que desaparecen el frío, la envidia, la impotencia, los ancianos con chaquetas de color marengo que pegan con todo y mi misma consciencia, que al fin en medio de tanto azucar, por fin, se desvanece.
Y eso es todo amigos, un abrazo y salud.
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