Mi tía Berta es hermana de mi madre y además mi madrina. A veces,
aunque la quiero mucho, no alcanzo a entender cómo mis padres pensaron que si a
ellos les pasaba algo Berta sería la persona más adecuada para cuidarme, aunque
si lo pienso bien la verdad es que ella se ocupó de mí muchas veces y muy bien.
Por ejemplo cuando estuve en casa enfermo varios meses y acababa de tener a su
única hija, Inés, ella fue la que me cuidó durante mi convalecencia, lo que
siempre le agradeceré.
Berta tiene una forma
muy particular de organizarse y de hacer las cosas, una forma que la gente que
no es de la familia y no entiende mucho de estas cosas nuestras podría
calificar de estrafalaria o absurda, pero en el fondo de todas las actuaciones
de Berta hay sin duda una especie de lógica, extraña, pero al fin y al cabo
lógica.
Una vez en uno de
sus innumerables viajes en autobús de Zaragoza a Huesca coincidieron mi
hermana, mi madre, la propia Berta con su hija, nuestra prima Pilar y sus dos
hermanas gemelas. En total siete mujeres de la familia en un mismo viaje. A
Berta le hacía ilusión, nadie sabe por qué, que fueran “todas juntas” en el
asiento de atrás del autobús y mandó a alguien a la estación de autobuses a
comprar siete asientos seguidos. Cuando llegó el día del viaje, fueron a subir
al autobús y al ver que no les correspondía el asiento de atrás empezó a
protestar:
—¡Nosotras
queremos ir todas juntas y hemos comprado siete asientos seguidos! ¡Nos hace
mucha ilusión, así que apáñese como pueda porque tenemos los billetes seguidos!
A lo que el
conductor respondía:
—Señora, que
los asientos no van numerados.
Total, que ante la
insistencia de Berta el conductor llamó por el walkie talkie:
—¡Encargado,
encargado!, tenemos problemas.
—Qué
problemas, qué problemas.
—Otra señora,
una de Huesca con muchas mujeres que la acompañan. A ver si puedes tú con esto.
Y ya lo creo que tenían
problemas, porque tenían dos autobuses con sus pasajeros, unos dentro y otros
fuera contemplando el follón, que no podían salir hacia su destino y se les
iban a descontrolar los horarios de toda la línea de todo el día.
Al final el
encargado se dirigió a los ocupantes del asiento de atrás del segundo autobús y
les rogó por favor que se pasasen al autobús número uno y que le dejaran a la
señora aquella y a sus seis acompañantes los asientos porque se estaba montando
una que no iban a poder salir. Los pasajeros accedieron y las chicas subieron
en el autobús, que iba medio vacío. Pero claro, las chicas jóvenes, después de
semejante espectáculo, no quisieron montarse “todas juntas en el asiento de
atrás”. Y ella decía desde el asiento de atrás, donde estaba con mi madre, que
era la única que no la había abandonado:
—¡Chicas,
chicas! Pero venid, que tenemos el asiento de atrás para nosotras solas.— Y ella
misma se reía de la que había montado para nada.
Los medios de
transporte eran una fuente de situaciones grotescas para mi tía. Llevaba coches
tan destartalados que cuando paraba en los semáforos de Huesca los gitanos se
le acercaban y le decían:
—¡Señora, cuánto
quiere por el coche!
De hecho una vez
cortó el tráfico de la Plaza Zaragoza porque se le cayó el motor al suelo (y no
hablo metafóricamente) y allí se quedó clavada.
No sé si fue el
mismo coche u otro parecido el que se le incendió en plena calle; empezó a
salir humo del capó, al abrirlo vio que el motor estaba ardiendo y, como creía
que el coche iba a estallar como en las películas de Chuck Norris (al que ella
llama Churris Norkis) que tanto le gustan, salió del coche y empezó a entrar en
los bares diciendo “llamen a los bomberos, que se me quema el coche y va a
explotar”. Como entró en cinco o seis y en cada bar alguien llamaba a los
bomberos, se presentaron en el Coso Bajo seis dotaciones de bomberos. No sé si
Huesca tiene más dotaciones de bomberos o menos.
Cuando salieron los
móviles y ella tuvo el suyo, cada vez que oía que el gran Pedro Elías ponía
alguna canción mía en la radio me llamaba desde allí donde estuviera y me decía
muy impresionada: “Quique, Quique, te están poniendo en la ferretería”. Recuerdo
que cuando se lo contaba a Pedro se moría de risa.
Pero quizás la
anécdota que mejor define a mi tía es su peculiar forma de consumir el caldo: primero
hace el caldo como todo el mundo, pero luego no se lo toma, lo congela, pero
tampoco en cubitos o en tazas como pueden hacer algunas personas para
descongelar solo lo que se va a tomar. Lo congela en unas botellas de agua
mineral tipo Font Vella de esas que no son lisas sino que tienen hendiduras.
Tiene calculado que cada hendidura corresponde a una taza de caldo y entonces,
cuando sabe que ese día van a comer por ejemplo cinco personas en casa, cuenta
cinco hendiduras y corta la botella congelada por la quinta hendidura con un
serrucho que tiene preparado a tal efecto, luego coge el bloque y lo mete en
una olla donde se va descongelando el caldo. Hay un momento —y esto lo he
visto con mis propios ojos— en que el plástico se desprende del bloque de caldo y entonces,
con unas pinzas, Berta lo retira y lo echa a la basura.
Ahora que lo pienso
bien, con la cantidad de horas que he pasado a lo largo de mi vida con Berta no
me extraña que me pasen tantas cosas absurdas.
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