viernes, 24 de noviembre de 2017

El hombre de la jarra

Hace dos años cuando empecé a trabajar en El Cafetín no pude evitar fijarme en un hombre de unos cuarenta y tantos años . Era rubio, de ojos azules y rostro aniñado, tenía todavía cuerpo de adolescente, o como mucho de un  hombre joven cuyos  hombros no hubieran acabado de ensancharse. Tenía la mirada esquiva y la voz suave, a la que acompañaban unos finos modales.

Cada dos o tres días aparecía por el bar, pedía una jarra de cerveza que bebía en pocos minutos, en los que se escondía en una esquina de la barra hojeando la prensa. Hecho esto, con un leve gesto de su cabeza me pedía la cuenta  y se marchaba caminando con la vista  hundida, como si  un gran cuervo  se hubiera posado sobre su espalda y él no tuviera ya fuerzas para quitárselo de encima, dándole un  sencillo manotazo.

Meses después sus visitas comenzaron a ser cada vez más habituales, primero una vez al día, luego una por la mañana y otra por la tarde y ya, en las últimas semanas, acudía sin falta, dos veces por la mañana y dos por la tarde. A veces, cuando acababa mi jornada laboral y me dirigía a mi casa, lo veía en otros bares, en la misma actitud. Estaba claro que El Cafetín era sólo uno de los locales que visitaba a diario.

Esta mañana a las doce, tras pedir otra jarra se ha desplomado, golpeándose la sien con la esquina de la barra. Tras emitir en su caída un breve y agudo chillido de dolor y tras un último golpe duro y seco contra el suelo, ha emitido un suspiro lleno de comprensión y por fin de alivio.

Hace un rato los sanitarios lo han cubierto con una ligera capa metálica, fina y brillante,como el papel de plata.




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