En uno de mis
paseos matutinos veo anunciado el Circo Mundial en un cartel con tres
trapecistas subidas a un pobre elefante. Nunca me ha gustado el circo, que me
producía de niño una tristeza indescriptible. Entonces no sabía por qué, puesto
que solo era un niño. Hoy guardo una imagen mental de todo aquello.
Estoy sentado en unas gradas de madera sin respaldo con pantalones cortos. Me concentro y le pido a ese niño que soy yo mismo que me cuente por qué se sentía aquella tarde tan triste. Lo escucho dentro de mi corazón y él me dice que se sentía engañado, que aquellos animales no eran como había imaginado. Tantas veces había querido ser un león y ahora lo veía saltando de una banqueta a otra a través de un aro, ¿era aquél el león que él había querido ser? Me dice que se sentía también culpable de sentir aquellas cosas porque, al fin y al cabo, aquello de ir al circo era un premio. De alguna forma intuía también, porque los niños lo saben todo, que su padre hacía un esfuerzo para llevarles al circo a él y a su hermana.
Estoy sentado en unas gradas de madera sin respaldo con pantalones cortos. Me concentro y le pido a ese niño que soy yo mismo que me cuente por qué se sentía aquella tarde tan triste. Lo escucho dentro de mi corazón y él me dice que se sentía engañado, que aquellos animales no eran como había imaginado. Tantas veces había querido ser un león y ahora lo veía saltando de una banqueta a otra a través de un aro, ¿era aquél el león que él había querido ser? Me dice que se sentía también culpable de sentir aquellas cosas porque, al fin y al cabo, aquello de ir al circo era un premio. De alguna forma intuía también, porque los niños lo saben todo, que su padre hacía un esfuerzo para llevarles al circo a él y a su hermana.
Le digo que no
se sienta culpable, que aquello que sentía era lo único y lo mejor que podía
sentir allí y que me siento orgulloso de que sintiera eso y no otras cosas. Le
digo que aquella tristeza inmensa que sentía le venía de todos aquellos
animales que estaban también tan, tan tristes por estar en aquel lugar tan
extraño, viajando sin rumbo fijo, enjaulados todo el día o trabajando como
esclavos tan lejos de sus casas, que echaban de menos los olores de sus tierras
que estaban lejos, en África o incluso más lejos aún, en Asia.
Él se queda
tranquilo aunque no consigue sacarse de encima la tristeza. Le digo que a veces
saber la causa de las cosas que nos pasan no nos cura del daño que estas nos
hacen, pero que todavía hay animales viviendo en libertad según su propia
naturaleza y que eso es maravilloso.
Me pregunta que
si a él le puede pasar lo mismo que al león del circo, que no le dejen vivir
según su propia naturaleza, y no me queda más remedio que decirle que sí, que a
él también le pasa un poco eso pero que es honesto consigo mismo y le prometo
que siempre intentaremos vivir sin traicionar nuestros impulsos, nuestra
naturaleza y nuestra conciencia.
Se queda más
contento cuando le digo que tenemos ya cuarenta años y que hasta ahora siempre
lo hemos hecho así.
—¿Qué hemos hecho exactamente?— vuelve a
preguntar.
—Seguir el camino del
corazón, porque como dijo alguien muy sabio “el que sigue el camino del corazón
nunca se equivoca”.
—¿Y quién fue ese señor
tan sabio?
—William Shakespeare, lo
leerás de mayor muchas veces y gracias a él y a otros muchos amigos te gustará
mucho más la vida. Te lo prometo.
Lloramos juntos
un rato y soltamos así algo de aquella tristeza para sentirnos mejor y poder
seguir adelante, con tiento, pero siempre adelante.
Pensaba que era a la única que no le gustaba el circo, no solamente por los animales, también las bromas de los payasos me parecían muchas veces crueles...
ResponderEliminarY además me daba cuenta perfectamente, de que la chica que hacía los volatines era la misma que luego ayudaba al mago y en el intermedio vendía boletos y además de cerca su ropa siempre parecía ajada. Y eso que cada vez la presentaba el director de pista con un nombre diferente.
ResponderEliminarEs verdad Isabel, es que además era todo muy cutre.
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