Tras ir a comprar unas entradas para un concierto y unos yogures me siento a descansar en una plaza y veo chicas jóvenes que todavía van a la compra sin carro y vuelven cargadas de bolsas que aún pueden transportar, unas ex clientas del bar donde trabajaba sentadas en una terraza, no sé comportaban bien en general, y no quisiera que me vieran y consiguieran interrumpir mis pensamientos y mis sentimientos.
Bajo la mirada y veo en el parterre de un árbol un montón de palomas a las que alguien ha dejado una gran cantidad de pan duro, tanto, que en un buen rato, al no poder dar cuenta de todo el, abandonan el comedero.
No los veo, pero tras el edificio del quiosco, aún cerrado, se han apostado como todas las mañanas unos predicadores, resulta extraño este nuevo tipo de difusores de la fe, a los que las normativas no permiten que voceen, ni que aborden a los transeúntes, con lo que quedan reducidos a formar parte de una especie de valla publicitaria, unos stands silenciosos pergeñados por un cartel y por los tres predicadores que, como la Santísima Trinidad, en línea con el cartel, en formación casi militar de revista, escrutan casi sin interactuar entre ellos, a sus posibles víctimas, esperando que alguien se acerque a olfatear como hacen los ratones con el queso de la trampa.
A veces he podido observar con gran satisfacción, por qué negarlo, como algún anciano, con su baston apoyado firmemente en la acera a modo de cimiento, de trinquete, sometía a los tres predicadores a una perorata sin fin, cuando al ir y venir a y a mis recados matutinos lo veía una y otra vez, allí, defendiendo la posición como si de un bunker se tratara, en el pecado llevaban la penitencia, y eso, escuchar al anciano, sí era caridad cristiana, y no la captación de adeptos para la, iglesia a la que fuera que representaran.
A menudo estos captadores, ellos con traje y corbata incluso en verano y ellas con vestidos por debajo de la rodilla sin medias incluso en invierno, tienen un aspecto pulcro, limpio, de una asepsia represora, como si el deseo no tuviera cabida en sus seres, y es muy difícil intentar atraer a los demás con una imagen y unas ideas tan antinaturales, pero en el mundo, por fortuna, hay lugar para todos, para los ex clientes que se comportan mal con los camareros y por tanto con todo el mundo, para las chicas jóvenes que todavía van al supermercado sin carro y que ignoran que un día, como nos acaba pasando a todos, también llevarán el carro para apoyar en él sus pasos, para los proselitistas, para las palomas con superávit de pan duro, y para este hombrecico que observa y escribe, y que recuperado el aliento recoge su libreta, su bolígrafo, se ajusta la mochila con los yogures y el bolso con sus pertenencias y se marcha a casa, a seguir haciendo, hasta su final del día.