Todo el mundo tiene al menos una historia de amor desperdiciado esto es una historia de amor correspondido que no llega a materializarse por razones inexpicables o por un cúmulo de despropósitos o simplemente por nada de nada.
La mía no sucedió en los tres cursos del bachillerato. En aquella época todo el mundo va de flor en flor enamorándose y desenamorándose en una suerte de polienamoramiento sucesivo pero entre cualquiera de estos enamoramientos y el siguiente siempre estaba ella, ella tenía algo especial.
viernes, 28 de junio de 2013
lunes, 24 de junio de 2013
"El Canales" o el servicio de cenas más duro de la historia.
Cuando alguien
nos pregunta a cualquiera de los que trabajamos en Casa Lac aquella época cuál
fue la peor noche o el peor servicio que tuvimos en los dieciocho años que
pasamos allí, todos respondemos lo mismo: “La noche del Canales”. Y cuando lo
decimos sin darnos cuenta nos quedamos algo lívidos.
Un día, como a
las cuatro y media, se presentó en el bar —que
estaba abierto porque estábamos en las fiestas del Pilar— un tipo de estos que en el argot del espectáculo se denomina
“manager de carretera” y me dijo:
—Mire, esta noche se estrena en el Teatro
Principal el espectáculo de la gira mundial de Antonio Canales el bailaor y
claro, cuando acabe el estreno tengo que dar de cenar a cincuenta personas y no
tengo dónde meterlos. Tenemos un presupuesto de 1.500 pesetas por persona y
vendríamos como a la una de la madrugada.
viernes, 21 de junio de 2013
Zapatos
Mi abuela materna
Isabel era una persona muy peculiar. Todos la queríamos mucho a pesar de su
carácter algo voluble.
Tenía siete hijos y
como le era algo complicado acordarse de la talla de pies que calzaba cada uno
ideó un sistema casi infalible para acertar siempre.
jueves, 20 de junio de 2013
Coma
Aquella Semana
Santa la pasé en Grañén. Bueno, en una casa de campo que mi abuela tenía cerca
de allí. Estaba la casa en mitad del campo, a dos kilómetros del pueblo más
cercano y, en aquella ocasión, estábamos allí mi hermana Elena, mis primas Ana
e Isabel (que son hermanas) y mi tío
Diego y mi tía Berta, que también son hermanos.
Un buen día
mis primas y mi hermana se fueron a una paridera cercana donde hasta hace unas
semanas había habido ovejas y volvieron llenas de pulgas (yo no recuerdo por qué
no fui con ellas).
sábado, 15 de junio de 2013
El tonto del pito.
Vivo en una
calle pequeña de un solo sentido y la velocidad está limitada a 30 kilómetros por
hora. En el suelo al principio de la calle hay una gran señal que así lo dice
junto al dibujo que advierte que te puedes llevar por delante a un ciclista.
Todos los días
hay un tonto del pito que pasa a toda velocidad y el muy imbécil va pitando
cada vez que se aproxima a un paso de cebra.
miércoles, 12 de junio de 2013
Los zapatos de Tomás (o como tuvimos que hacernos cargo del restaurante)
Mis padres
contrataron a Tomás, uno de esos camareros a la antigua, resabiados. Un perro
viejo.
Al principio,
como siempre, todo fue bien, pero poco a poco el tipo aquel iba tomando
confianza y más cañas cada día.
La víspera del
Pilar todo estaba a punto.
En las dos barras que poníamos abajo, quitando las mesas e instalando una segunda barra supletoria, estábamos Diego, Elena (mi hermana) y Silvia, que era amiga nuestra. Y en la planta de arriba estaba mi padre con dos camareros: Tomás y Lorenzo, que era amigo suyo.
En las dos barras que poníamos abajo, quitando las mesas e instalando una segunda barra supletoria, estábamos Diego, Elena (mi hermana) y Silvia, que era amiga nuestra. Y en la planta de arriba estaba mi padre con dos camareros: Tomás y Lorenzo, que era amigo suyo.
Tomás aquel
día llegó totalmente borracho y estaba montando un lío en la cocina
impresionante. Tomaba las comandas sin orden, todas a la vez y por eso la
cocina estaba totalmente atascada.
Cuando hay que
dirigir un comedor hay que hacerlo siempre en colaboración con la cocina. Se
puede tomar una comanda y preguntar “¿cómo vais?”. Si te dicen que agobiadas
les pones algo de picar a los clientes y esperas cinco minutos a que empiecen a
subir los platos de alguna mesa para “cantar” la siguiente comanda. Tomás, en
vez de hacer esto, comenzó a gritar a las cocineras y a quejarse de lo lentas
que iban mientras se sacudía una caña tras otra y las situación era cada vez
más tensa, lo que atascaba todavía más la cocina.
Subí a ver qué
pasaba. En aquel momento mi padre le estaba diciendo a Tomás que se fuera a
casa, que ya volvería por la tarde, entonces el tipo este montó en cólera y
empezó a ir por las mesas diciéndoles a los clientes “mi jefe dice que estoy
borrrrracho. ¡Que me haaaagan un análisis ahora miiismo!” y con un papel les
decía “firme, firme aquí que no estoy borracho”. Todo esto lo decía a voz en
grito y con la boca pastosa. Casi ni se le entendía.
Por fin mi padre
consiguió que se marchara a cambiarse y yo bajé a la cocina para ver si podía
echar una mano aunque fuera fregando, para que la cosa se destaponara y allí
encontré a Lorenzo, el otro camarero, que también se estaba quejando. Que si
vaya cocina, que si sí que va lento esto, que la gente lleva mucho tiempo
esperando. Yo le puse la mano en el hombro y la dije: “Lorenzo, por favor, suba
arriba que la cocina está haciendo lo que puede y achucharlas no ayuda”. Entonces
él se volvió y me dijo: “Me has empujado y a mí no me empuja ni Dios”. Tiró el
paño que llevaba y se largó en aquel mismo momento.
Por suerte
Silvia había servido mesas y subió con mi padre y con Elena y entre los tres y
con la cocina por fin tranquila sacaron el servicio adelante.
Estábamos comiendo
ya todos, agotados por la tensión, cuando llamaron para hacer una reserva.
Entonces nos dimos cuenta de que el libro de reservas no estaba en su sitio. Lo
buscamos como locos y lo encontramos entre los manteles sucios. Al abrir por el
día doce de octubre para apuntar la reserva nos dimos cuenta de que el hijo
puta aquel había arrancado las hojas de las reservas del Pilar y que, por tanto,
no podíamos hacer reservas porque ni siquiera sabíamos las mesas que ya
teníamos reservadas.
Mis padres
estaban deshechos, porque era el momento de más trabajo del año. Mi padre decía
“pues nada, cerramos y a tomar viento”. Luego, con los ánimos más calmados, se
decidió que ya no se cogerían más reservas. Montaríamos
el comedor de forma que nos pudiéramos adaptar a las reservas que fueran viniendo
y Elena y Silvia se quedarían arriba con mi padre. Lo hicieron entre los tres de maravilla, pero fue un Pilar
durísimo porque las camareras eran novatas y nosotros abajo tuvimos que hacer
todo el horario de once a cuatro de la mañana todos los días (recados aparte).
No sé cómo
sobrevivimos, pero después de hacer semejante heroicidad juramos que nunca
volvería a entrar un camarero profesional en nuestro negocio. A partir de ese
momento trabajamos solo con amigas o amigos de Elena o míos y todo fue de
maravilla. Daba gusto trabajar allí y eso fue lo que le dio el carácter al
sitio, las personas que trabajaron con nosotros. Inés, Silvia, la otra Silvia,
Olga, Elena, Natalia, María Luisa, Javier, Carlos, Rafa, Eva... Seguro que me
dejo alguno.
Al cabo de
unas semanas encontramos los zapatos de Tomás en el vestuario. Eran unos
zapatos muy buenos y muy caros. No hay que olvidar que los camareros cuidan
mucho los pies porque trabajan con ellos. Los bajamos a la cocina. Mi tía Berta
no se lo pensó dos veces y dijo: “Pues estos zapatos ya se los daremos a Tomás
cuando venga a firmar el finiquito”. Y añadió, “¿no os parece que la cuchilla
de la máquina de cortar jamón está un poco vieja? Yo creo que habría que
cambiarla, vamos a ver, a ver”. Y sacando los zapatos de la bolsa donde estaban
puso uno en la cortadora y empezó a hacer lonchas de zapato como de un dedo de grosor. Nunca he
visto a nadie llorar de risa tanto. Cada vez que caía una loncha negra (fssssssslop,
fsssssssplop, fssssssplop), Berta paraba porque no podía seguir de la risa y de
las lágrimas que le corrían como ríos y le empañaban las gafas. Luego nos
miraba, se secaba y volvía a la carga.
Todos acabamos
llorando de risa, desencajados y tirados por el suelo y la mesa de la cocina.
Cuando acabó con el segundo zapato metió los trozos en la bolsa y dijo: “Hala,
guárdalo para cuando venga el tío este. Ya le diremos que hemos convertido sus
zapatos en calamares en su tinta”. La carcajada general fue tremenda. Creo que en
ese momento soltamos toda la tensión que habíamos pasado en esos diez días.
Tomás vino
bastante avergonzado a firmar su finiquito y creo que mi padre tuvo a bien no
devolverle sus zapatos.
martes, 11 de junio de 2013
Esquivando a la suerte
Estaba mi
abuela Isabel, que era la madre de mi madre, en Madrid el veintiuno de diciembre
cuidando a una de sus hijas que estaba en un hospital porque le habían operado
de un problema que tenía en un pie y salió a dar un paseo para despejarse un
poco.
La suerte le
llevó a la Plaza Del Sol y, de repente, se encontró por arte de magia en la
cola de Doña Manolita. “Pues ya que estoy aquí voy a comprar un número” y se
puso a la cola.
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